Licencias literarias


Se anuncian chubascos para el atardecer. Una decoloración de azules y grises ensombrece las montañas. Diminutos jilgueros de pecho verde amarillo picotean las últimas manzanas. La comida libre de los pájaros empieza a escasear en julio. Pasan grandes aviones autografiando el cielo. Seguimos leyendo a Joseph Roth. Tras terminar Fuga sin fin y El triunfo de la belleza hemos buscado el resto de sus novelas. Ya nos falta poco para conseguirlas. Fue una vida breve e intensa. Errancia, miseria, honor y alcoholismo, como Franz Tunda o su santo bebedor. Un pájaro pintado que busca los cimientos de un imperio esfumado. Y entremedio, muletillas risueñas, carcajadas literarias, licencias recreativas que sólo se le perdonan a un gran novelista.

Dibujo: Xulio Formoso

El desastre siempre es desastre


Tengo el pecho oprimido. Un dolor que brota a ratos. Como si estuviera inundado de amargura y mi alcantarilla existencial se estuviese rebasando. Probablemente me muera hoy. No es ningún día especial para morirse. No tengo ningún asunto solucionado. Sería simplemente como declarar la vida en quiebra y dejar todo patas para arriba. 

Un malhumor que no logro controlar me persigue hace días. Hago lo posible para que se disuelva pronto. 

Temo que el rumbo de mis letras me ponga nuevamente en la esquina del ring. Diez mil lauchas del otro lado bien dispuestas con colmillos afilados y babeantes para despedazarme. Metafóricamente ya es así. Me guillotinan con la mirada, con la omisión, con la infamia. Mi pequeño ejército de leales hace fila con el psicoanalista. Honra a todos los budas. No mata una mosca por culpa, rigurosidad ética o exceso de análisis.

Los menesteres ingratos me consumieron la mañana de este último sábado de junio. Secar un poco de leña para resistir la lluvia. Procurar que la casa no se convierta en un barco a la deriva. La gata captó mis malas pulgas y me arañó un dedo. Apenas quedó tiempo para un mate con romero. Intenté leer una crónica de Roberto Merino, pero la agónica luz invernal me permitió avanzar diez líneas. Tatón quiso echarse en mis piernas pero desistió ante mi indiferencia. Busqué una medicina, la usual, una aria de Mozart, Regula Mühlemann. Leve mejoría. Luego Julia Lezhneva interpretando arias de Händel. Ese fue mi puente a una nueva salvación. Pensé que moriría esta tarde. Ya no estoy tan seguro. 

Leo a Richard Burton y a Robert Burton, la melancolía afuera y adentro. El mundo entero para buscar el sentido de si mismo. Las serranías de lo innombrable, la peculiaridad, la unicidad, la alegría como motor incombustible de esa búsqueda, y a ratos... y a ratos... la falta de combustible en medio del más grande de todos los desiertos, allá donde no llegan noticias ni del más precavido dios. Y mis letras, cada día más encapsuladas, desguarnecidas de alegría, de organigrama, fieras de hartazgo, diría moribundas, como una vela encendida que resiste el paso de un ventarrón a través de un ventanal sin vidrios.

No hay razón para estar así. No particularmente hoy. El desastre siempre es desastre. 

Imagen: Evard Munch



El santo bebedor


Café amargo para espabilar el alba. Comenzamos leyendo a Thomas de Quincey. Del asesinato considerado como una de las bellas artes. El prologuista lo emparenta con Una modesta proposición, de Jonathan Swift, donde se plantea la necesidad de comerse a los niños pobres irlandeses para solucionar los apremiantes problemas demográficos. Las sociedades adictas a lo extraño y morboso, descritas por Quincey, me recordaron a Eduardo Molaro, autor del ingenioso Atlas Desmemoriado del Partido de Lanús, donde las sociedades extravagantes, la solidaridad y las trompadas andan a la orden del día.

La mañana sigue envuelta en llovizna. No se alcanzan a divisar las montañas. Miro el jardin desde la ventana y me pregunto por qué hay tantos colores de rosas. Carezco de respuesta. Me faltan conocimientos para describir sus variedades, sus mestizajes. Predominan los tonos rosado, amarillo y rojo. Pero también las hay fuccia, naranja, magenta, violeta y burdeo. Abro el archivo de Chéjov. “Aniuta” acepta su destino con resignación, tal como la institutriz de “Poquita Cosa”. Personajes anónimos, desechables, habitualmente morenos, al servicio de los que creen escalar en la historia.

Culminamos la mañana con La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. El clochard Andreas tiene dificultades para devolver los 200 francos a Santa Teresa. Sabe que lo hará. Es un hombre de honor, tal como su autor. Nos conmueve el anexo a la obra. Un viejo amigo de Roth, Hermann Kesten, crítico literario y novelista, lo describe en una obra posterior. Dice que solían escribir juntos en un café parisino. Que en las mañanas, mientras escribía, Roth estaba sobrio, y en las noches y madrugadas, siempre borracho. Luego, la última vez, Roth le leyó la recién terminada Leyenda del santo bebedor. “¿No es divertida?”, repetía en cada pausa. Prosigue Kesten: “Con su encantadora e irreprochable cortesía, Roth se puso en pie, me acompañó hasta la puerta del café, ya vacío y me dio la mano. El cuerpo estaba algo encorvado, un poco vacilante, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, y los ojos azules cansados y nublados, el bigotito rubio y las hermosas manos, la voz ya ronca y tan cordial... El escritor que me gustaba hasta en las cosas más circunstanciales y cuya voz poética conocía en cada una de sus cadencias... Se le veía tan inderrumbable, tan duradera y afectuosamente habitual, pese a todas las huellas del dolor, como la propia buena, dulce y querida vida:

Pronto le telefonearé, volvió a decir…” (Dos semanas más tarde Roth falleció)

Jack London y el silencio


Año 2073. Un anciano andrajoso y su nieto de doce años caminan por el sendero que alguna vez fue una bulliciosa carretera. Se cruzan con un oso y deben darle la pasada. El chico caza un conejo. El viejo anhela comer congrejos con mayonesa. En el deambular se encuentran con otros dos pequeños cazadores. Una pandemia de peste escarlata, también llamada la Muerte Roja, diezmó a la población en el año 2013, y él anciano es el único sobreviviente de aquellos años, el único que recuerda esa época de oro: 

–¿Sabéis, hijos míos, sabéis que yo he visto estas orillas hirviendo de vida? Aquí se apretujaban cada do­mingo hombres, mujeres y niños. En vez de osos a la espera de devorarlos, había allá arriba, en la cima del acantilado, un magnífico restaurante donde uno en­contraba todo lo que quería comer. Vivían entonces en San Francisco cuatro millones de personas. Y ahora, en todo el territorio, no quedan ni cuarenta.

Fue rápido y silencioso. La gente simplemente murió y todo quedó abandonado. El anciano llegó a pensar que era el único ser humano vivo en todo el planeta. Comió lo que pudo. A veces enlatados, despensas que no volverían a ser abiertas. Con los años la naturaleza fue recuperando el espacio perdido. Las enredaderas engulleron plazas y edificios, los animales salvajes impusieron su rugido. Caminó durante años evitando las ciudades, los cadáveres, las fieras, antes de encontrar a otro hombre. Al verlo se largó a llorar y quiso abrazarlo, pero ese otro sobreviviente era un ser despreciable. El anciano parlotea mientras acompaña a los muchachos. Intenta recrear ese mundo donde él era un profesor de literatura inglesa. Habla de valores, de formas de buena convivencia y de la abundancia de esa civilización extinta. Pero sus palabras retumban en las mentes embrutecidas de los pequeños cazadores como un indescifrable diccionario extranjero. De cualquier forma no es mucho lo que puede aportar. Solo sabe de poesía:

Hemos caído muy abajo, desesperadamente muy abajo. ¡Ojalá hubiera sobrevivido algún científico, algún físico o químico! ¡Qué preciosa ayuda sería para nosotros! Pero no fue así, y hemos olvidado toda la ciencia. 

La peste escarlata, escrita por Jack London en 1912, es la desesperanzadora mirada de un futuro cercano dominado por los magnates del capitalismo. Son ellos los que direccionan y resuelven, son ellos los que exprimen a la especie humana hasta hacerla expirar. Pero tal como las ratas, entre los hombres siempre hay unos pocos fuertes que sobreviven para que todo vuelva a empezar. Circulo vicioso que alcanzará una nueva cúspide en algunos cientos de miles de años, solo para volver a autodestruirse en una prosecución inacabable.

Más allá de las dunas de la orilla pálida y desolada, donde relinchaban los caballos y venían a morir las olas, los leones marinos seguían arrastrándose en las negras rocas marinas, o retozaban entre las olas, emi­tiendo mugidos de batalla o de amor, el viejo canto de las primeras edades del Mundo.. 

Esas bellas voces disonantes

Estos días de confinamiento nos hemos intoxicado de información. Hay tanto que leer que escribir suena a despropósito... 

Hoy pretendo seguir con Jack London. Me gusta el aire libre literario. El hombre sobreviviendo como lobo flaco en medio de su misma especie.

Leo una columna de Fernando Vallejo en El Espectador donde arremete contra los confinamientos totales decretados por los Estados. Saca a relucir su armadura de biólogo para subvalorar los porcentajes oficiales. Vallejo asegura que casi todos somos portadores de ese y probablemente otros tantos virus. Yo le agregaría el de la idiotez. Conozco algo de historia y la verdad es que nunca supe de gobiernos tan pelotudos como los actuales. La improvisación desesperada, la jugada mañosa para sacar provecho político de cada drama, el legislar con pantalones abajo ante el gran empresariado, la obcecación en proteger un sistema basado en la más vergonzosa desigualdad, el olvido por ignorancia o desdén de las formas que nos permitieron vivir durante millones de años. Cada detalle en la sabiduría de nuestros ancestros fue pulido durante cientos y miles de años, precisamente para sobrevivir a toda calamidad.

El colombiano me alegra la mañana, aunque poco concuerde con sus posturas. Esas bellas voces disonantes que estremecen o molestan al pensamiento normalizado. Cómo no querer a los Vallejo de la historia. La condición humana tiene para el día que le pidan.

Los días pasan...


He ido perdiendo el escaso placer que me deparaba publicar mis sucesivos textos. Desconozco las implicancias de la situación. Como un sol que se apaga por cierre de temporada. Un ego desarmado que se hunde en el río Ñuble con un paraguas azul. Solo se que hoy prefiero escribir en mi Diario de una rata soldado. Ese blog desprovisto de lectores. Mi confidente silencioso, que no masculla, que no sugiere, que no resuelve ni me halaga ni me ataca.

Voy levemente incómodo sentado en un proceso de tercera clase. Hay temas que ni al diario puedo contarle. La vida depara numerosas CIAS, FBIS y STASIS que seguirán atentas a tu espectáculo, esperando nuevas caídas, anotando perspicaces cada posibilidad que aumente la causa de tu condena.

Lo otro, lo anterior, el reguero de letras enfiestadas o malheridas, parece una simple letanía que quedó en el camino. La mayoría en mis blogs, escasamente actualizados. La ultima columna que conservo en Estados Unidos, y a la que envío artículos tarde, mal y nunca. Los amigos bolivianos de Inmediaciones con los que estoy en deuda culposa.

Los días se sobreponen sin demasiada decencia. La niebla de la tarde tiene esencias de bomba lacrimógena, pinceladas de gas mostaza, escenificación de Stanley Kubrick. Derechas criminales. Izquierdas pelotudas. Los bolsonaros y piñeras fueron enaltecidos por la condición humana, y frente a eso no queda mucho por hacer. ¿Qué caperucismo se le contará a los niños venideros? 

Cingolani


Ayer vi nuevamente Cobra Verde para recordar las buenas frases de Chatwin. Resumir la condición humana en un bote encallado. Las revolcadas de Kinski. Las olas con sus arbitrarios mensajes de espuma. Y sobre todo para recordarte a ti, querido hermano. Tras el golpe de estado te perdí la pista a los pocos días. Los milicos bolivianos te escracharon. Alcancé a ver el vídeo de esa mafia de gorilas. De la noche a la mañana volvió el odio de la extrema derecha, las biblias embaucadoras, las hienas aprovechadoras de siempre. Y Bolivia se fue una vez más al carajo. Todo lo peor de allá y acá se vio estelarizado en sus medios, rimbombancias y farándulas, soplonajes y venganzas, meretrices y psicópatas autonombrados.
Hoy no sé qué pensar. Como me inclino a ver luces de Nolde más allá de cualquier horizonte, tengo la certeza de que estás vivo, quizá escondido, quizá maltratado, pero vivo. 
Y allá donde estés, y sé que lo sabes, y cuando veas esto, te abrazo siempre, y te he de contar que acá la dialéctica de la historia sigue al rojo, y no hay pa' cuándo se calme. Estamos con nuestras armas metafóricas aceitadas de matices ingeniosos para proseguir la batalla de los siglos. 
Ven cuando puedas. Con el disfraz que amerite. Acá te esperamos con fogata y guitarreos junto al Ñuble, y también un enguindado muy rechucha para espantar tanto demonio.

Trizaduras


Hay trizaduras en mi espíritu. Prioridades convirtiéndose en arenilla. Perspectivas que solo tienen cabida en un guión circense. Recurro a Mozart de urgencia. Un poco de oxígeno. Una medicina. Una sobredosis. La ventanilla de la alegría está cerrada. Arguyen licencia psiquiátrica. Qué tal un tango de madrugada. Aroma de acacios florecidos. Vino tinto por si amanece. Pido a los dioses un consejo. Me recomiendan el tepuy más alto. Una poema de Robert Frost. Y abajo la niebla. 


Mentes que dialogan


Mi vida ha sido un constante diálogo con otras mentes. Diversas, lejanas y probablemente tan solitarias como la mía. Enlazo cientos y miles de años en pocos fragmentos. Confío en el sentido alcanzado de ciertas traducciones. Comprendo los contextos, los pie forzados de época. La miseria que acecha al escriba. Que direcciona. Que interrumpe. Que socava. No siempre el diálogo es concluyente. Suelo volver a la misma mesa donde se reparten naipes Joseph Roth y Stefan Zweig. Observo y aprendo. Admiro queriendo. Sutil juego de manos. Miradas que traspasan inviernos brumosos, que elucubran el destino de estrellas fugaces, que acarician el alma con un simple pestañeo.

Es una mañana fría de octubre. Los pastizales siguen blanquecinos de escarcha. No se ha disipado la humedad de la última lluvia. Se mezcla el aroma de cerezos florecidos con el de ovejas empantanadas. La brisa trae rumor de inquietud de perros amarrados, de guerrilla de tordos y zorzales, de aleteo enfiestado de gallos en primavera.

Lafourcade


La semana ha traído malas nuevas y granizos. Truenos esporádicos. Carraspeos del altísimo. La nieve despliega su blancura hasta los faldeos del Malalcura. Siguen naciendo borregos en el valle y San Fabián se convierte en gran maternidad de balidos. En agosto debiera expirar el invierno más crudo, pero a estas alturas el clima resulta impredecible. La leña empieza a agotarse, o más bien el dinero para comprarla. Solo queda resistir, hacer flexiones de saltimbamqui ante un escenario vacío, recordar los amores de juventud para que el corazón se calefaccione, o a las amantes con velo archivadas en el secretismo de un caballero. 

A través del chat desnudamos con Claudio Rodríguez nuestra tristeza por la muerte del escritor Enrique Lafourcade. Allá por el 91 cuando nos conocimos en el Pedagógico era tema recurrente de pasillo y tomatera. Lafourcade era el tío abuelo presente como holograma o espíritu en cada conversación de aspirante a escritor. Un pugilista literario a lo Jerry Lewis, que provocaba, se escabullía y daba brincos de payaso. Al menos así lo venía haciendo desde varias décadas atrás sin que contendor alguno lo dejara en la lona. Nosotros éramos (o nos considerábamos) la transición literaria. La perduración y el cambio. La inflexión hacia las letras contaminadas de ruido, furia y belleza. La mezcla explosiva de todo lo precedente con una pizca de algo propio. Y a Lafourcade no podíamos dejarlo atrás, expuesto al polvillo, al desgaste, al silencio. Por eso lo trajimos hasta el presente. En forma de libro, de recuerdo, de conversación de curaos, de medalla de orgullo adosada al pecho. Entonces, por aquellos años, leíamos sus crónicas del domingo en los prados del Pedagógico, ese cóctel de letras entregado a las apuradas, saltarín, digresionista, divagador, que ponía en cada pozo de cocodrilo puentes de poesía, líneas aéreas de ocas, pelambres de buena y mala leche para resistir el hastío, y de paso divertirse, porque de qué otra cosa se podría adornar la futilidad de los días si no es con humor. No faltaron las escapadas hasta San Diego, buscar una esquiva oferta en las librerías de Luis Rivano, o ir hasta la propia librería del Rey Acab para calafatear nuestro escaso currículo con un saludo del maestro, o soñar con adquirir sus libros, porque siempre andábamos tan escasos de chaucha. Y entremedio de tanta batahola, reapareció por esos días la película perdida de Palomita Blanca, nacida de la dupla Lafourcade-Raúl Ruiz, que a esas alturas era un documento histórico, el frescor de la Unidad Popular intacto y sonoro, encapsulado hasta los tiempos de democracia, hasta el tiempo de nosotros, los tunantes del mundo líquido.

Se le extrañará Lafourcade. No creo que seamos demasiado sentimentales, salvo cuando se nos va un peso pesado del gremio, un pariente cercano de las letras. Usaremos sus guantes de boxeo con discreción, cuando la circunstancia lo amerite, priorizando políticuchos farsantes y pelagatos variopintos.




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