De hombres y lauchones


La única forma que tengo de proseguir, de no perderme, es escribiendo lo mío. Mi arbitrariedad mañosa. El resto es basura. Mera diplomacia, adulación de maricones, sobajeo de turistas, de lauchitas y lauchones que no pueden dormir tranquilos sin que le adosen un don. Reyezuelos del orto que se endilgan plumitas y charreteras sin haber saboreado batalla.

Necesito reencontrarme con Pessoa en la hoja 72 de un viejo bar empolvado; mirarnos a los ojos; leer a Quignard como quien brinda con oporto de mil años; y en el mesón, a la derecha, bajo la luz parpadeante, Zizek empinándose un whisky, uno solo, porque espera a Onfray y no quiere estar borracho. El viejo Badiou juega cartas con Chomsky. Hrabal se ha mandado al buche cinco cervezas. Le apuesta la sexta a Raymond Carver. Philip Roth lleva media hora en la ducha. Cervantes no ha dormido bien. El cantinero le prepara agüita de culén. Tiene la panza hinchada, dolores reumáticos, una muela aproblemada. Pero porfía en la Galatea. El tintero está vacío. La pluma adosa columnas sin relieve, sin color, sin luz, porque así lo demanda la no historia, el espíritu, la sinrazón. Stefan Zweig y Joseph Roth roncan sobre hamacas levitantes. Nabokov traduce chistes rusos, melancolías alemanas, chismes franceses. Bashevis Singer carcajea. Puto cabrón, masculla. Invocación por defecto que despierta a Bukowski. Faulkner lanza un botellazo desde la esquina que bien esquiva Jorge Teillier. Miles Davis susurra So What.

He invitado al batallón de Pablo Cingolani. Aparecen desde el túnel de los sueños de Kurosawa. Vienen cantando. La revolución es alegre. Han aspirado el oxígeno de la historia. Han sido verdaderamente Hombres. Ferrufino y Sánchez-Ostiz beben despreocupados, como en un barco pirata que recién se adentra en el Pacífico. Cerezal y Bagatin dejan sus fusiles en el respaldo de la silla. Homero Carvalho descarga su morral de metáforas. La mesa resiste un ejército de terracota. En mi mano un vaso de greda con tinto de Portezuelo. Subo a una silla y les hablo fuerte y claro, solo para que atiendan, que este brindis es por ellos, por la compañía, por la hermandad, por la admiración mutua. Guardaespaldas recíprocos, rufianes estéticos de la historia. Siempre estaremos por ahí, en algún lado, porque la inmortalidad no nos será esquiva.

Anochece sin brisa, descanso de perros, lechuzas con licencia. Persiste una lluvia tan suave como estornudo de mariposa.

El dulce sueño de Doretta


Mi única religión está circunscrita al poder creativo de hombres y mujeres. Escarbo circunstancias con lupa de topo. La condición de los rebeldes de todas las épocas. Su fruto único y distinto. El aporte, la suma, el amor hecho obra. Podría afirmar que es una especie de felicidad admirativa que solemniza la mirada, que embriaga el alma, que nos torna humildes y bondadosos, como un campesino de Millet que agradece al universo observando la hierba.
El Dulce Sueño de Doretta lo escuché por primera vez en el capítulo inicial de Los Soprano, precisamente cuando emigran los patos salvajes de la piscina de Tony y este sufre su primer ataque de pánico. Es decir, alguien traspasó su felicidad admirativa a través de un momento crucial de Los Soprano. Pudo ser el mismo David Chase, o el editor musical Kathryn Dayak. Y heme aquí oyendo y divagando en esta templada tarde de octubre en la cordillera de San Fabián de Alico. Chincoles y mirlos tienen su propia sinfónica entre los manzanares florecidos. Es tiempo de hacer huerta, de beber vino de Portezuelo, de volver a leer a Dino Buzzati.

Silencio espiritual de grillos


La última lluvia de septiembre pulverizó el florecimiento de los cerezos. El granizo hizo lo propio con camelias y ciruelos tardíos. La postal japonesa se diluyó en un bombardeo de pétalos blancos. Miramos por la ventana el desvanecimiento de la tarde como viejos coroneles garciamarqueanos. Los gallos andan perplejos, estirando el cogote para que el agua escurra. Queda poco café. Casi nada de verduras. La camioneta del casero no pasará hasta el martes. En una breve escampada logramos encontrar el gato y darle de comer. Pozones de agua reproducen el cielo gris conejo.

Romina trabaja en un vídeo testimonial de su trabajo en Valdivia. A ratos la logro interesar en la cinematografía de Terrence Malick, sus motivos, la paradoja que envuelve la belleza, la histérica condición humana, siempre oscilante, bipolar, ensalzando, oprimiendo, redimiendo.

Avanza la noche. Café y tostadas con miel. Abrimos un documental sobre Hayao Miyazaki. Su mundo cotidiano. El historial de Ghibli. La amistad creativa con Isao Takahata. El mirador de nubes sobre su despacho. El registro coincide con el estreno de El viento se levanta. Años de trabajo que rinden a la humanidad una obra maestra. Pero Miyazaki está pesimista. La avalancha impositiva de la extrema derecha cercena la libertad creativa, reduce los temas, acorrala la imaginación.

Las nubes se van con la madrugada. Silencio espiritual de grillos. El fuego de la estufa fenece antes que aclare. Ya es lunes. Debemos dormir algo antes de ir a trabajar. Octubre desempaca espolvoreando escarcha sobre el valle. 

Lloran las parras en septiembre


Lloran las parras en septiembre. Los días están soleados. El cielo azul cobalto. Pasan golondrinas desbalanceadas, enormes nubes de Miyazaki, espectáculos movedizos de niños soñadores. Florecen los manzanos, el toronjil cuyano expande su verde claro por el jardín y los gatos campechanos dormitan sobre cajones de abejas abandonados. La felicidad primaveral se mide con cuentagotas, pero es permanente, y genuina. La jornada se alarga entre preparativos del huerto, sorbos presurosos al mate amargo, llamadas de celular y nuevos azadones sobre la tierra baldía. El crepúsculo es una fiesta anaranjada, gallinas en su primer sueño y poleos humedecidos por el rocío cordillerano.
Y para las horas nocturnas, Leonard Cohen, una copa de malbec, queso añejo y Michel Onfray, Tratado de resistencia e insumisión. Nada gira hacia la complacencia, no hay siquiera una tregua onírica, porque el mundo es una bomba de relojería.

Telegramas de una primavera inminente


Las nubes grises bombardean cachañas que bajan a zamparse los brotes del nogal. Los tordos llegan hasta la desnudez del manzano a meras reuniones de coordinación, porque no hay nada que comer y el valle sigue tinturado de invierno.

De madrugada vimos algo de Spike Jonze. Un solitario escribidor de cartas enamorado de su sistema operativo. Concordamos con Romina en que no estamos lejos de esa instancia. La soledad nos envuelve como una era de hielo portátil. Muchas veces la elegimos ante el tufo democrático de la condición humana. Cuando es una opción no es un drama, porque nos permite adentrarnos en Joyce, percibir las coordenadas de Onfray, o conocer las mariposas imaginarias de Nabokov.  

Se esperan lluvias para las 11 de la mañana. Un zorzal con ínfulas de tenor se posó sobre una antena en desuso. Y cantó con tanta inspiración y premura como si se le fuese a ir el siguiente vuelo. Florecieron los narcisos, una que otra camelia. Telegramas indiscutibles de una primavera inminente.

La mesa en penumbras


Hablamos de los estragos del clima. La luz cortada. La mesa en penumbras. Un vino a medias. Las ovejas observan la tempestad desde la entrada de su establo. Un gallo rojo soporta el aguacero bajo el gran encino. Nuestra conversación gira hacia los inviernos de nuestra infancia. Años 80. Anochecer temprano, ciruelos derribados y caballos entumidos que pernoctaban junto a nuestra ventana. Mamá encendía una vela para leernos viejos libros de preparatoria que habían quedado guardados en un baúl desde generaciones pasadas. Esas historias eran nuestro deleite. Allí abundaban niños que aprendían ciencias consultando libros, que viajaban en tren observando el río Tinguiririca, el volcán Longaví, el Salto del Laja, mientras preguntaban mil cosas y los adultos respondían con preparación y paciencia. Se respiraba respeto entre niños y adultos, amor por la sabiduría, convencimiento de que el estudio nos llevaría a ser mejores personas y que Chile mismo seguiría creciendo de la mano de nuestro esfuerzo. Tanto nos gustaban esos libros que olvidábamos la lluvia y el viento. Solo la extinción de la vela nos obligaba a cerrar los ojos, aunque en la oscuridad seguíamos pensando en esas mismas historias.

Un escudo de soledad


El veranito de San Juan se disuelve, la antesala del solsticio de invierno, del we tripantu, de la noche donde las higueras florecen iluminadas por la leyenda.

Abro el Libro de la Misericordia. Leonard Cohen le escribe a esa ráfaga de arenilla que contradice la desertitud de la historia: Bendito seas tú que has dado a cada hombre un escudo de soledad para que no pueda olvidarte.

Luego el silencio, el sueño de los perros, la luna trepando hasta la copa desnuda del ciruelo.

Un túnel sin regreso


La casona se esfumó el último día de noviembre. Las llamas acariciaron los viejos encinos pero no pudieron con ellos. Escapamos con lo puesto por el túnel que permitió el fuego. Avanzamos hacia una dimensión distinta, una puerta en el tiempo sin regreso, porque a cada paso se consumía para siempre lo que quedaba en el camino.
Ardió la biblioteca. Los libros preferidos. Kenzaburo y Nabokov, los Dublineses de Joyce, el rigor narrativo de Bashevis Singer. La compañía de las mentes lúcidas. Es cierto que todo lo material puede reemplazarse, pero no el lugar, el estar, los pasillos conduciendo a un recuerdo y a una expectativa distinta, las ventanas que daban a las camelias, la danza irrepetible de luces y sombras, la confluencia volátil de los sentidos y la memoria, la lucidez y la emoción, la luz que baña los colores con matices en declinación a medida que pasan los años.

La escritura es frustración


Llovizna de mediodía, gélido viento sur, antesala de probable nieve en las cumbres. La mirada se protege, la espalda se curva, caminamos indecisos, embufandados, como actores de reparto de acuarela japonesa. El valle se decolora en amarillos gastados, desnudez de tilos, vitrales de hojas sobre un suelo reblandecido. 
Se fue Philip Roth que siempre parecía tan joven. Había colgado los guantes convencido que ya no era el mismo: "La escritura es frustración, una frustración cotidiana, ni hablar de humillación.”
Llegan perdigones a la continuidad de los días, fallas estructurales de carácter que entorpecen el rumbo, no resolver, dilatar, dejar que la estaciones frías se adosen a la espalda como un chamanto de escarcha. Y las letras, pues las letras parecen actuar en consecuencia.


Hodler


Tiro líneas al Diario de una rata soldado. Biombo personal necesario para no contaminarse con la bulla de las miradas. Cada lector quiere algo distinto, y la empatía lleva a agasajar con poesía intencional su pudridero personal. Y en definitiva eso es perder el tiempo. Porque nada mejora realmente. Y Gracchus nos mira desde la otra orilla indicando su reloj de pulsera.
Madrugada sabatina en la cordillera. Niebla espesa que algodoniza higueras y nogales. Desde los parlantes, el contratenor Jaroussky compite con la vieja lechuza del encino.  Me cuesta leer desde que pisé accidentalmente mis lentes. Escribo de memoria, sujeto a la probabilidad del accidente ortográfico, acometido por penumbras borgeanas. Cientos de libros de letra pequeña ya no podré leerlos. No lo hice cuando debía, porque opté por la vida loca y el whisky barato. No dudo que compraré viejas ediciones de Joseph Roth solo para palparlas, para tenerlas como compañía silenciosa en mi estantería de álamo blanco. Sus obras las leeré en PDFs agrandados, tal como las de Nabokov, Bashevis Singer y Mo Yan. No creo que mi tiempo alcance para mucho más. ¿Y las peleas?, pues debo aplazarlas, excusarme por motivos superiores. No puedes enfangarte en combates de minimosca cuando eres un peso pesado. Porque los minimoscas buscarán la forma de robarte la pelea, de jamás alzarte el brazo vencedor. Y en el intertanto te harán perder el único capital de un escritor que es el tiempo.
Intento ver lo último de Polansky, su escritora indagada en el centro del dolor creativo, pero la señal se corta, y debo recurrir a más café, nuevas miradas por la ventana, el sol tímido de mayo que aleja la niebla, las nueces que siguen cayendo sobre la hierba humedecida de rocío. Observo pinturas de Hodler. La ternura de una pareja desnuda agregándole un abrazo postrero al amor de los cuerpos. Y he ahí, La Noche, el incontrolable sueño, la pesadilla, el amor, el anhelo. Hodler dividido. Su lecho, su corazón, sus brazos, alcanzan para cobijar dos amores, dos universos. Su leñador furioso derriba la frágil convención de una época, la envidiosa hojarasca que no alimentará flor ni fruto. Al final solo quedará Hodler. Y así debe ser.

Imagen: Ferdinand Hodler
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