La mesa en penumbras


Hablamos de los estragos del clima. La luz cortada. La mesa en penumbras. Un vino a medias. Las ovejas observan la tempestad desde la entrada de su establo. Un gallo rojo soporta el aguacero bajo el gran encino. Nuestra conversación gira hacia los inviernos de nuestra infancia. Años 80. Anochecer temprano, ciruelos derribados y caballos entumidos que pernoctaban junto a nuestra ventana. Mamá encendía una vela para leernos viejos libros de preparatoria que habían quedado guardados en un baúl desde generaciones pasadas. Esas historias eran nuestro deleite. Allí abundaban niños que aprendían ciencias consultando libros, que viajaban en tren observando el río Tinguiririca, el volcán Longaví, el Salto del Laja, mientras preguntaban mil cosas y los adultos respondían con preparación y paciencia. Se respiraba respeto entre niños y adultos, amor por la sabiduría, convencimiento de que el estudio nos llevaría a ser mejores personas y que Chile mismo seguiría creciendo de la mano de nuestro esfuerzo. Tanto nos gustaban esos libros que olvidábamos la lluvia y el viento. Solo la extinción de la vela nos obligaba a cerrar los ojos, aunque en la oscuridad seguíamos pensando en esas mismas historias.

Un escudo de soledad


El veranito de San Juan se disuelve, la antesala del solsticio de invierno, del we tripantu, de la noche donde las higueras florecen iluminadas por la leyenda.

Abro el Libro de la Misericordia. Leonard Cohen le escribe a esa ráfaga de arenilla que contradice la desertitud de la historia: Bendito seas tú que has dado a cada hombre un escudo de soledad para que no pueda olvidarte.

Luego el silencio, el sueño de los perros, la luna trepando hasta la copa desnuda del ciruelo.

Un túnel sin regreso


La casona se esfumó el último día de noviembre. Las llamas acariciaron los viejos encinos pero no pudieron con ellos. Escapamos con lo puesto por el túnel que permitió el fuego. Avanzamos hacia una dimensión distinta, una puerta en el tiempo sin regreso, porque a cada paso se consumía para siempre lo que quedaba en el camino.
Ardió la biblioteca. Los libros preferidos. Kenzaburo y Nabokov, los Dublineses de Joyce, el rigor narrativo de Bashevis Singer. La compañía de las mentes lúcidas. Es cierto que todo lo material puede reemplazarse, pero no el lugar, el estar, los pasillos conduciendo a un recuerdo y a una expectativa distinta, las ventanas que daban a las camelias, la danza irrepetible de luces y sombras, la confluencia volátil de los sentidos y la memoria, la lucidez y la emoción, la luz que baña los colores con matices en declinación a medida que pasan los años.

La escritura es frustración


Llovizna de mediodía, gélido viento sur, antesala de probable nieve en las cumbres. La mirada se protege, la espalda se curva, caminamos indecisos, embufandados, como actores de reparto de acuarela japonesa. El valle se decolora en amarillos gastados, desnudez de tilos, vitrales de hojas sobre un suelo reblandecido. 
Se fue Philip Roth que siempre parecía tan joven. Había colgado los guantes convencido que ya no era el mismo: "La escritura es frustración, una frustración cotidiana, ni hablar de humillación.”
Llegan perdigones a la continuidad de los días, fallas estructurales de carácter que entorpecen el rumbo, no resolver, dilatar, dejar que la estaciones frías se adosen a la espalda como un chamanto de escarcha. Y las letras, pues las letras parecen actuar en consecuencia.


Hodler


Tiro líneas al Diario de una rata soldado. Biombo personal necesario para no contaminarse con la bulla de las miradas. Cada lector quiere algo distinto, y la empatía lleva a agasajar con poesía intencional su pudridero personal. Y en definitiva eso es perder el tiempo. Porque nada mejora realmente. Y Gracchus nos mira desde la otra orilla indicando su reloj de pulsera.
Madrugada sabatina en la cordillera. Niebla espesa que algodoniza higueras y nogales. Desde los parlantes, el contratenor Jaroussky compite con la vieja lechuza del encino.  Me cuesta leer desde que pisé accidentalmente mis lentes. Escribo de memoria, sujeto a la probabilidad del accidente ortográfico, acometido por penumbras borgeanas. Cientos de libros de letra pequeña ya no podré leerlos. No lo hice cuando debía, porque opté por la vida loca y el whisky barato. No dudo que compraré viejas ediciones de Joseph Roth solo para palparlas, para tenerlas como compañía silenciosa en mi estantería de álamo blanco. Sus obras las leeré en PDFs agrandados, tal como las de Nabokov, Bashevis Singer y Mo Yan. No creo que mi tiempo alcance para mucho más. ¿Y las peleas?, pues debo aplazarlas, excusarme por motivos superiores. No puedes enfangarte en combates de minimosca cuando eres un peso pesado. Porque los minimoscas buscarán la forma de robarte la pelea, de jamás alzarte el brazo vencedor. Y en el intertanto te harán perder el único capital de un escritor que es el tiempo.
Intento ver lo último de Polansky, su escritora indagada en el centro del dolor creativo, pero la señal se corta, y debo recurrir a más café, nuevas miradas por la ventana, el sol tímido de mayo que aleja la niebla, las nueces que siguen cayendo sobre la hierba humedecida de rocío. Observo pinturas de Hodler. La ternura de una pareja desnuda agregándole un abrazo postrero al amor de los cuerpos. Y he ahí, La Noche, el incontrolable sueño, la pesadilla, el amor, el anhelo. Hodler dividido. Su lecho, su corazón, sus brazos, alcanzan para cobijar dos amores, dos universos. Su leñador furioso derriba la frágil convención de una época, la envidiosa hojarasca que no alimentará flor ni fruto. Al final solo quedará Hodler. Y así debe ser.

Imagen: Ferdinand Hodler

Fumarola volcánica y luna soberbia



Leemos a Walter Benjamin en este verano cordillerano del sur del mundo. Necesitamos la precisión lingüística, un cincel que esculpa siluetas dignas de Bernini en el batiburrillo de la ambigüedad, la delimitación de significados que nos hagan sobrevivir a la niebla de mediodía. Vivimos más allá del ateísmo, en una nebulosa de incertidumbre. Sin quejas, sin ruegos, sin solicitudes de gracia, y a veces hasta felices. Es el sitio apropiado para el vagabundeo de una mente libre, inquieta, hambrienta de explicación y sentido. La única esperanza está depositada en saber algo más, en que los membrillos maduren fortalecidos en abril, en el deseo de que cada día nazca y culmine sin la estridencia amarga de un nuevo dolor.

Enero se despide con fumarolas volcánicas y luna soberbia. Se imponen amarillos amarronados de hierba agonizante, algodonales de nubes acariciando las montañas más altas. Se deshidratan los últimos maquis y los durazneros plantados por los antepasados empiezan a imponer la frescura de sus frutos maduros. El campesinado se deleita en las noches con las cumbias rancheras, con los imitadores de cantantes famosos. La plaza de armas de San Fabián bulle de gente comiendo anticuchos, helados de nieve, mote con huesillo y licuados de frambuesa. Es la vida sin prisa de esta aldea de dios y del diablo.

Fotografía: Daniela Fuentes Candia

Y sin embargo seguimos leyendo

Andan pitíos bulliciosos inspeccionando árboles resecos. Abejorros seduciendo malvas rosas. Azucenas amarillas vestidas para una licenciatura de estrellas. Las cerezas negras se deshidratan lentamente en los árboles. No hay suficientes pájaros que den cuenta de tanto festín. 

Hoy descendieron nubes japonesas. Aspersores de frescura humedecieron avellanos y mañíos. Atardeciendo un bote de agua coronó el Alico. Pasan camionetas pregonando cajones de tomates. Circula brisa con aroma a flor de castaño. Ríos y esteros arrastran la voluptuosidad del deshielo. Lo sabemos por el rumor de ogro que masculla a lo lejos. Los grillos abren su función a las once de la noche. Las ranas a medianoche.

Despejamos parte de las ruinas del incendio que consumió nuestra vieja casona. Levantamos palos para una nueva vivienda donde cobijar lo esencial. Perder mi biblioteca, mi bar de mentes lúcidas, las viejas fotografías irrecuperables, es quizá lo único que lamento en lo personal. Más me duele que se haya perdido el sueño de hogar pagado en cuotas por mi madre a lo largo de 40 años. El pasillo donde jugueteaba Tatón, el ordenado archivo de Romina y las únicas prendas nuevas de ropa con que pudo contar después de tanto esfuerzo mal pagado. El resto es una fruslería que se recupera, que se prescinde, que se omite para siempre. Al menos, y es un consuelo contradictorio, la vieja nave de adobe quedó descrita en mis letras, en dos libros, aunque no sé si endilgarle la posible inmortalidad, porque lo que no se lee también muere.  Digamos que hoy es un fantasma literario, un espíritu que aparece y desaparece, acicalado de nostalgia, acariciado por sol achicharrante, silueteado por luna perpleja, desfiladero de brisa y puelche visitado por todos los antepasados que alguna vez la habitaron.

Hemos vuelto a leer. Valdevenito supo captar la ausencia de letras de este circunstancial Fahrenheit y nos envió los primeros libros. Martín nos ha obsequiado una colección de Fontanarrosa. Gestos que valoro y agradezco. Serán los textos pioneros de la nueva biblioteca de Alejandría proyectada en el valle de Alico. Los libros también afloran desde la virtualidad como nubes recargadas de signos mágicos. Hoy simplemente Auster. Historias de sus auditores radiales que le llegaron desde cada rincón de Estados Unidos. Pálpitos de vida, amalgama de lo diverso, lo insólito y lo desquiciado, sufrimiento a raudales, humor y ternura. Las palabras en la radio se las lleva el viento. Por eso Auster decide seleccionar, para que la eternidad de la palabra escrita sirva como constancia de esas vidas que tramontaron el siglo como hojas navegando en río turbulento.

Probabilidad de tormenta


Noviembre trajo nubes grandilocuentes. San Fabián de Alico huele a flor de acacio. La tarde está tibia y nubosa. Hay probabilidad de tormenta. Romina ha horneado galletones de avena. Me ofrece un mate con yerba Playadito. Han asomado las primeras hojas en el esqueleto del cedrón. Se ha deprimido la ruda. Tanta lluvia ha dejado los huertos reblandecidos. El pozo rebosante. Intento despejar la maleza, tallos de rosas podados en junio, zarzamora recuperando su poderío, pero los guantes no me protegen de las espinas y debo abortar misión. Tendré que pasar por la ferretería de Abner. Tijeras, rastrillos y guantes de cabritilla. La casona está silenciosa. Alguien desconectó la emisora ​​de las rancheras. Desde la ventana veo al gran gallo rojo rascarse las plumas sobre un tronco podrido de encino. Más arriba las primeras cerezas paloma tinturándose de rosados. Enciendo el hervidor. Café caliente para espabilar. Hay poca luz adentro y afuera. Agnus Dei en los audífonos. Un libro al azar de Paul Auster,  Un hombre en la oscuridad . La penumbra se sustenta en las horas, se obceca con los objetos, establece relaciones, y el sol que tanto persigo se me esfuma hasta en los recuerdos.

Aleteo lingüístico


Subo y bajo lomas salpicadas de avellanos, robles desnudos, ruquitas de zarzamora. Invierno celestino, gris conejo, violeta desgastado. El camino serpentea. Tordos operáticos sobre varas de acacio, perdices haciéndose las lesas. Asoman montañas con escasa nieve. El Chillán y el Longaví compitiendo por la perspectiva, por el cetro de oro, por el azul cian del cielo ñublensino. Hay bajadas donde no llega el sol, escarcha que voltea camiones, bosques de laureles, pudrideros de hojas. Es una descripción y un paralelismo. Mi vida se asoma y se desgasta, se enciende como una luciérnaga con cocaína y al momento se hunde en el pantano más profundo. Los días cobran un sentido periférico cuando sumo palabras. Es como resistirse a morir, un aleteo lingüístico. Las palabras se acumulan en un vertedero virtual cubierto de telarañas. Las contradicciones implícitas generan cortocircuitos, potenciales llamaradas, cenizas ilusorias. Lo sensato sería pensar que el disco duro morirá de muerte súbita, que no habrá caja negra ni detectives sonrosados escarbando entre tanta lujuria por defecto. Creo haber palpado el sentido de una nube en retirada y ese es mi triunfo y mi gran desdicha.

Los días azules / Tordos en la niebla



Abril era para el barbecho. Direccionar bueyes. Romper terrones. Quemar malezas y raíces. Debíamos ayudar al despeje. Cortar la zarza, arrancar la ortiga, voltear el cardo, tirar las piedras para la orilla, rellenar los huecos de conejo. Tantos hombres, mujeres y niños haciendo lo mismo que San Fabián se azulaba. Cientos de cerritos de champa humeaban hacia un cielo musicalizado por golondrinas aleatorias. Como éramos pequeños, el duro terronaje que quedaba después del barbecho era nuestra serranía, cordillera hostil para tiuques flacos, colchón tibio para chanchos flojos, paraíso reseco para gallinas pirquineras que no encontraban ningún tesoro.

Volvíamos hambrientos del colegio a comer lentejas con zapallo, papas con longaniza ahumada, estofado de jurel, pancutras con perejil o porotos con mote. Uno o dos platos, un pan amasado, medio jarrón de agua de pozo y de inmediato a trabajar. Usualmente lo hacíamos con gusto. Porque trabajar era también jugar, aprender, admirar, espantar chanchos alaracos y lanzarle hondazos a los peucos que husmeaban la mercancía desde la punta de los álamos amarillos.



Fotografía: © Jorge Muzam. Tomada a las siete de la mañana en un día cualquiera de abril. San Fabián, Región de Ñuble, Chile.
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