Prematuro suicidio poético

Volvemos a ver el sol después de tanto humo. El cerro Alico parece un pollo chamuscado. 270 hectáreas de bosque nativo fueron incineradas. Los zorros deben haber visto la locura humana desde otras montañas. Tucúqueres y conejos necesitarán subsidios para una nueva vivienda, tal como las codornices albergadas a un costado de la tierra baldía.

San Fabián intenta retornar a una forma distinta de normalidad. Los vendedores ofrecen empanadas y anticuchos a los escasos transeúntes de la noche. Transitan pequeños en bicicletitas de cuatro ruedas, adolescentes peinados como Alexis Sánchez y señoras regordetas parloteando la copucha del día. Campesinos ancianos beben mote con huesillo contemplando el gentío. Un cantante desabrido intenta alegrar  a su escaso público.

Bebemos un té junto a Claudio y Eugenia. Nos azota un olor a fritanga de sopaipilla. Repasamos la política de nuestro pueblo. Las décadas de corrupción, los avivados, los sapos, los retorcidos, los que debieran irse antes que los sumarios los envuelvan como una mantarraya deshonrosa. Queremos mejorar las cosas, levantar nuestra comuna, pero los servicios públicos son nidos de ratas de extrema derecha atrincheradas desde tiempos inmemoriales. Desbancarlos no será un asunto breve. Nos despedimos y volvemos a nuestras solitarias ocupaciones. Mi cerro de libros en espera no me seduce de noche porque veo muy poco y el esfuerzo visual que debo hacer me agota por completo. Reviso los últimos mensajes en mi computador. Reactivo el archivo de audio. Emperor de Beethoven. Y al piano Glen Gould. Una jauría de perros diminutos ladran y compiten por un trapo sucio. La noche huele a duraznos estrellados en la hierba. Mis textos sueltos suman miles. Textos incompletos. Habitualmente no vuelvo a ellos. Se me ocurre que para darle sentido a mis días debo escribir un nuevo libro. Dejarme de escribir huevadas de buena crianza. No es lo mío. La diplomacia narrativa es pérdida de tiempo. Yo puedo escarbar los senderos oscuros donde no ha pasado nadie en siglos, donde ni siquiera queda una huella, un antecedente, una luciérnaga titilante. Es tan tarde. Lo haré mañana, me miento, me prorrogo. Abro El malogrado de Thomas Bernhard. Quiero dialogar con otra mente sobre Glen Gould. Un fragmento de la novela me lleva a pensar en mi prematuro suicidio poético.

"Si no hubiera conocido a Glenn Gould, probablemente no habría renunciado a tocar el piano y me habría convertido en virtuoso del piano y quizá, incluso, en uno de los mejores virtuosos de piano del mundo, pensé en el mesón. Cuando encontramos al mejor, tenemos que renunciar, pensé."

No volverás a ganar por nocaut

A veces la vida te empuja a la esquina del ring. Ni siquiera han tocado la campana pero ya estás ahí, exhausto, sudoroso, golpeado, evidentemente perdiendo. No ves posibilidad de recomponer la pelea, de alargarla, de dar un golpe mágico. La opresión en el pecho duele más que la ceja cortada, que las manos trituradas. Sabes que se acaba el tiempo, que quedan pocas peleas, que probablemente no volverás a ganar por nocaut. Alguien tira una toalla asquerosa. Se han rendido por ti. Ni de eso has sido capaz. Llegas al camarín humillado. Bebes un gatorade azul. Nadie viene a consolarte. Los que apostaron por ti te desprecian. El jolgorio está en otra parte. La juventud vive su gloria, tal como los que se acomodaron a tiempo. La mano te tiembla, pero alcanza para introducir un pendrive con Schumann. Te lo sugirió el pintor Israel cuando recordaba los robles violáceos de junio. Las notas reparan cierto dolor, te escarmenan el pelo, debes estar guapo para morir decentemente. Tomas un libro de Bukowski, tu médico de cabecera, tu médico brujo. No es mucho lo que hará por ti, pero está a tu lado. La luna menguante te cierra un ojo desde el poniente.


Imagen: El boxeador negro, Isaac Lazarus Israëls.

Ancestros


Elucubro sobre las peculiaridades de mi estirpe. A mi árbol genealógico lo envuelve una neblina azul de baja altura. Es poco lo que logra verse más allá de mi mismo. Mis tatarabuelos maternos fueron comerciantes. Murieron jóvenes, asaltados en un camino de Arauco. Mi bisabuela Felicinda Carrasco también murió muy joven, dejando hijos pequeños y a mi abuela Rosa Amalia Silva Carrasco, de apenas cuatro años, medio huérfana de protección y cariño. Mi bisabuelo, Amadeo Silva, fue policía (paco en esos años) en la misma zona del carbón, pero desconozco su principio y su fin. 

Mi abuela Rosa Amalia nació en 1925 en la localidad de Bulelco, comuna de Arauco. Tuvo una vida dura de miseria y abuso. Trece hijos, dos matrimonios, intentó sobrevivir dedicándose al comercio, fue comunista de corazón, anti videlista, anti pinochetista, pro nerudiana, allendista, ayudó a muchos perseguidos durante la caza anticomunista de González Videla. Declamadora de poesía, tejedora, gastrónoma, analista política, lectora voraz. Hizo bellas arpilleras y escribió poemas socialistas, de amor y trinchera. Siempre digna, incansable, bien presentada, orgullosa, cabeza en alto. Falleció un caluroso día de enero de 2016, hace justo un año. Fue mi segunda madre. De ella heredé una altivez que muchos no me perdonan. Cierta intransigencia ante la injusticia social, ante las oligarquías abusadoras, y un carácter de hierro que habitualmente pasa desapercibido bajo mi cortesía diplomática.

Sanguíneamente provengo del primer matrimonio de mi abuela. Mi abuelo Wenceslao Zambrano Araneda, militante comunista oriundo de Hualqui, hijo de Agapito Zambrano, fue minero hasta la persecución del 47 y luego comerciante en una tierra salvaje plagada de timadores y asaltantes. Murió joven, en 1955, mi madre tenía cuatro años, pero recuerda su rostro curtido de macho de mil batallas, sus caricias paternales, su voz suave, los rulitos oscuros que ella heredó.

Mi abuelastro Ramón Enrique Ortiz Riquelme, segundo esposo de mi abuela, debo hablar de él, porque representó una poderosa figura paternal en mi vida. Por mimetización de carácter y costumbres, de anhelos, manías y gustos, debo tener mucho de él. Rectitud de conducta, vivacidad intelectual, humor negro, amor por el conocimiento, locura por los libros. Fue un policía respetado. También temido.  Atrapó abundantes malhechores, desenmadejó entuertos mafiosos, siguió pistas durante años y décadas como un obcecado sabueso. Coleccionó enemigos peligrosos, pero sus amigos triplicaron en número. Usualmente no éramos muy comunicativos, pero cuando nos encontrábamos hablábamos tanto que el resto del mundo desaparecía de nuestra atención. Lector voraz, autodidacta, desordenado, entendió a muchos filósofos a su santa manera. Me recitaba pasajes de Descartes, de Ortega y Gasset, de Teilhard de Chardin. Apreciaba la sonoridad de Cervantes, las citas de Malraux, el temple de Napoleón, el final de La hora 25. Me respetaba y me hacía sentir su orgullo de que hubiese un escritor en la familia. De alguna forma concordábamos en que los creadores son las verdaderas columnas de la historia. Sabía que a través de mi pluma perduraría la memoria de la familia, del pueblo, de la provincia, del país, de una época. Su enorme biblioteca, construida a base de mucho esfuerzo y de interminables cuotas de funcionario público, tenía más de cinco mil libros, sin contar las revistas y diarios antiguos. Fue la despensa de mi intelecto de infancia. Chismoso biográfico, gustaba de husmear en la vida muy privada de los grandes de la historia, a lo Paul Johnson, y se mataba de la risa. Tal como le sucedía con ciertas ocurrencias de Nicanor Parra. Disfrutaba haciendo huertos, preparar tierras fértiles, precursor del compostaje, alimento casero para el año, y calefacción. Vivía obsesionado por mantener una buena provisión de leña. Permanencias de una mentalidad conformada en la miseria de infancia, en la carencia, en el frío y el hambre. Falleció hace poco más de un año dejando un vacío que no llenaría ni un regimiento de arlequines.

Mis ancestros paternos provienen de Europa. Mi bisabuelo Jorge Bour Monville fue el primero. Vino desde Lyon hasta Puerto Natales, atraído por la fiebre del oro. Alli casó con mi bisabuela Mary Pendleton, originaria de Liverpool, que había arribado por la misma razón. Les fue bien. Mi bisabuelo se convirtió en hombre poderoso, respetado, amasó fortuna, construyó y administró un gran hotel para inmigrantes y viajeros. Estaba en eso cuando se enamoró perdidamente de una española hasta el punto de pegarse un tiro.

Mi abuelo Jorge Bour Pendleton fue hombre sensato, tranquilo, de alta estima moral. Fue policía en el frío Magallanes. Falleció tres meses antes de que mi carta en una botella llegara a manos de los Bour. No alcanzó a saber de mi y ese necesario abrazo solo puede ser literario, ucrónico, imposible.

Mi abuela Ilda Vitto, pues con ella hablamos mucho. Mujer de carácter, bondadosa, temerosa de Dios, preocupada de su pequeña prole en la que me concedió un lugar tan destacado como al resto. Físicamente me parezco mucho a ella, tal como mi hija Abril. Falleció hace un año, casi en paralelo a mis otros abuelos.

Mi padre, Jorge Bour Vitto, vive en Punta Arenas. Tenemos la misma estatura, las mismas manos, el mismo timbre de voz, entre fastasmal y metálico. De joven ganó concursos literarios y estudió química. No hemos hablado lo necesario. Tenemos asuntos pendientes, cariño a la espera, orgullos embotellados en medio del tráfico de la vida. Formó familia en Punta Arenas, tuvo tres hijos, mis hermanos australes. He hablado con dos de ellos. Espero que el tiempo nos alcance para recuperar lo irrecuperable, para abrazarnos y decirnos lo suficiente. 

Mi madre está a mi lado. Desde mi separación hemos vuelto a compartir la misma vieja casona familiar. El escenario de mi infancia precordillerana. Los mismos encinos, las mismas cigarras, las mismas luciérnagas en el rosedal. Teresa Zambrano prepara nuevas plantas en vasos de vidrio. Tiene buena mano. Todo le resulta. Las plantas adquieren rápidamente prestancia, vida y color, aroma y frescura. También cocina sabrosos platos, es talibana de las especias. Especialista en carbonadas, cazuelas y chilenitos. Tiene ovejas y gallinas, su gran preocupación. Fardos para el invierno, leña para su estufa, maíz que no falte, tv cable para sus programas favoritos. El resto es dormir, tomar once con sus pocas amigas, y esperar que a sus hijos y nietos les vaya bien en la vida.

Mi padrastro Octavio Muñoz Garrido, campesino y comerciante, criancero de chanchos y chivos, vendedor trashumante, cultivador de chacras, leñador, carbonero. Durante un tiempo llevó el correo al galope hasta Cachapoal, cuando no había camino. Tuvo unas pocas vacas que le robaron desde el fundo Santa Adriana, algunos caballos cenicientos y un tractor de lenta partida. Hombre de manta de castilla y chupalla gastada, esforzado, sufrido, honesto, que no descansó un día de su vida, que siempre caminó cuesta arriba contra la circunstancia y la explotación. De él he escrito bastante, y seguiré escribiendo. Es el padre de mis tres hermanos y la figura paterna de mi infancia. Falleció un soleado día de agosto de 1998.

Mis hijos, Jorge y Abril, y mi nieto Oscar, mis amados delfines, mi perpetuación, por ellos escribo esto, por ellos miro el cielo, las raíces del alerce, los álamos amarillos, por ellos busco un sentido a las estaciones, al tiempo, al universo, a la vida.


Imagen: Mi abuela Rosa Amalia, dando de comer a sus aves de la pasión.

Arde Chile

©AFP/Stringer


Los pirómanos están de fiesta. Arde el centro de Chile. Arden bosques y planicies. Cientos de focos al mismo tiempo. El calor sofocante contribuye. El viento lo empeora. No hay fuerza gubernamental ni ciudadana preparada para tal descontrol. Se hace lo posible. Se arriesgan vidas, se consumen esfuerzos, pero el asunto se sigue multiplicando. 

La derecha y sus medios aprovechan de inyectar veneno, cizaña electoral, socavar al gobierno, a los organismos de emergencia y convertir el dolor en espectáculo, en cortina de humo, en show de asnos analfabetos con título de opinantes, en agua bendita para sus líderes prontuariados. Razones de fondo no les faltan. Pero el oportunismo campea como una colusión del odio, la desinformación y la mentira. Poderosa señora es la derecha chilena, que cuando tuvo el poder en sus manos solo empeoró las cosas y hoy se lava las manos y se amanceba con el rastrerismo ruin de la gran mayoría de los medios.

Me preguntan desde otros países sobre el origen de tantos incendios. Respondo que "todas las respuestas caben en el saco". El sabotaje político, las cobradas de mano, la indolencia medioambiental, los enfermos mentales, los oportunistas. Recordemos que el decreto ley "transitorio" 701 de la dictadura estableció subsidios a la recuperación de suelos degradados y su recuperación con monocultivos. Como el bosque nativo está protegido por ley, simplemente se le prende fuego y se convierte en suelo degradado. El estado subsidia el monocultivo, particularmente si se trata de eucalipto. El decreto, que era transitorio, fue prorrogado inexplicablemente por todos los gobiernos democráticos, generando una reorientación productiva, un empoderamiento monstruoso de la industria forestal manejada por los delfines de Pinochet, de la papelera del grupo Matte que tanto nos ha estafado y un daño medioambiental de proporciones en gran parte del territorio chileno.

Lo que queda es sumar fuerzas y apoyar a quienes están en el frente de batalla, quemándose, ardiendo, sufriendo para salvar lo que queda, la gente simple, los animales, los bosques, lo que tanto amamos.


Alico incendiado



Puelchea sobre el Alico incendiado. Viento tibio, viento de muerte, que acarrea chispas y amenazas sobre un valle reseco.  En el pueblo flamean las banderas rojas de los carniceros y proliferan los remolinos de polvo y hojas secas.

Han confluido bomberos, funcionarios, militares y vecinos. No hay aviones cisterna a la vista pues el resto de Chile también se está quemando. Se consensúan estrategias de emergencia. Lo importante es controlar las llamas, cortar la expansión del fuego. Pero el puelche no ayuda pues se salta todos los protocolos.


Imagen: Sopla el viento, serigrafía, Cáliz Pallarés



Verdades embotelladas

Literariamente nunca se miente, sólo se adorna, se escamotea, se embiste, como caballo de Troya, encriptado en pluma de faisán, en proclama de guerrillero zapatista, en poema climatológico, en elucubración de burgués ocioso. Ataque quirúrgico o bomba de racimo, las palabras explosionan en los lomos susceptibles, los atorados de culpa, las ratas imberbes que no saben contraatacar. El asunto es permanente, una diversión justiciera, autoengaño de grafómano grandilocuente, ilusas verdades embotelladas en Molotov incendiarias, venganzas inútiles que chisporrotean en un valle desencantado.

Imagen: Saul Steinberg

Alegría de zorzales



Primeros días de un enero nuboso, plagado de frutales en plena maduración. Maqui, duraznos, ciruelas rojas, amarillas, violetas, manzanas criollas, guindas comunes, frambuesas silvestres. No hay tiempo para tomarlas, para degustarlas, para obsequiarlas. Sólo quedan en su sitio hasta caer, como testimonio estacional, continuidad de vida y alegría de zorzales excedidos de peso.

El huerto se ha empastado apresuradamente. Cierta anarquía propiciada por las lluvias de diciembre. Ejército de zapallares, lechugas punkies, bonsai de tomillos. Las acelgas se han instalado en territorio cebollín. Los oréganos florecidos resisten el acoso de los abejorros. Los porotos dispersan guías exuberantes. Con una oruga parlanchina y una Alicia diminuta sería un asombroso bosquecillo de Lewis Carroll.

Chile enrarecido



Chile se empantana en contradicciones de clase, de posturas ideológicas, de intereses antagónicos.  El aire se enrarece y nos odiamos más a cada segundo. Quien nos viera diría que hay muchos países distintos en un mismo territorio. La represión es parte del paisaje, antesala judicial, entretenimiento para turistas. Palos para abajo y absolución para arriba. La machi Francisca Linconao desfallece. No es blanca, no es rica, no es influyente, así que debe esperar el último turno de un Estado racista, clasista e indolente.

Cómo sobreviven los poetas

Los poetas suelen sobrevivir en los intersticios del sistema, en las bolsas de oxígeno de las fallas estructurales, en lo incontrolable, lo ignoto, lo no legislado, las extensiones imprevistas de la imaginación.







Imagen: Severi

Soriano


Navidad inclemente. Llovió como en invierno. Tuvimos que improvisar una chimenea con tablones podridos. Escombros de gallineros derribados. Fuego azul, naranja, purpúreo, estallidos de eucaliptos fiesteros. Hace frío. Dicen que cayó nieve en El Caracol. Papá Noel debe estar entumido como perro viejo a la vera de un camino afgano. El peso de la lluvia resiente a los durazneros más jóvenes. Las lechugas del huerto quedaron salpicadas de lodo. El almuerzo no es muy distinto al de la cena anterior. Cordero al jugo, ensalada de porotos verdes, tomates con cilantro, lechugas alborotadas con vinagre de manzana. Un vino Gato Negro corona el festín. Beber tinto es la norma en estas latitudes cordilleranas. Añoramos el tinto cerruco, pero ya no se encuentra. Los viejos pisadores de uva se han muerto sin relevo, sin respeto, sin memoria. Las horas tiemblan, los recuerdos se desglosan en una diapositiva descontrolada. Ya poco recuerdo lo que era estar sobrio. 

Busco soledad para leer a Soriano. El gordo nos quiere seguir acompañando. Hace unos días vimos en Youtube Una sombra ya pronto serás y No habrá más penas ni olvido. La primera nos dejó con un nudo en la garganta y la última con el puño en alto. Solo debemos raspar la pátina ideológica de estas décadas neoliberales para encontrar la sangre y la espada, la eterna lucha de clases, la contradicción humana puesta al servicio del egoísmo. 

Empecé Piratas, fantasmas y dinosaurios. Recuerdos de Soriano con su padre. Épocas que fluyen desordenadamente, patadas políticas en las bolas, cameos de gatos callejeros, jazz y cigarrillos, personas otrora importantes que se diluyen como espuma de riachuelo. La voz de Soriano (hoy lo entendemos) dejó registrada la triste soledad de la historia, la de hombres y mujeres que anhelan justicia con sonrisa resignada, que lanzan bengalas multicolores al cielo para despertar a un altísimo con sordera crónica.
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