Volver al ring

A veces me pierdo de este blog. Imprevistos, bifurcaciones, volver tanto la mirada. Y olvido lo que había empezado. Nabokov lleva en stand by varios meses. Lo sigo leyendo en sueños. Y ni hablar de Joyce que acumula polvo sobre mi velador izquierdo. Les dedico el mejor tiempo posible, pero ese tiempo nunca llega. Mientras tanto he intentado resolver asuntos, ovillos de problemas, y en realidad no he resuelto ninguno. Es noche calurosa de diciembre. Huele a pan de pascua. A dulce de frutilla. Me han obsequiado un mate paraguayo de palosanto. Lo cebo y aspiro escuchando a Monteverdi. Y es porque no me recuerda a nadie. Mis antepasados de ese lado deben llevar mucho tiempo dormidos. Los acordeones franceses sí están a tres pasos. Me ponen en actitud de batalla. Debo ser un soldado napoleónico desertor, un espíritu con sentimiento de culpa, sediento de ron, deportado de arriba y abajo. O un heroico cadáver bien conservado. Una ilusión macbethiana, un pobre actor, una sombra que camina. He recuperado mi ordenador. Andaba con embotellamiento de palabras. Me siento incómodo usando ordenadores ajenos. No tienen mi caos, mi arbitrio, mis autores en primera línea, y si escribo en ellos no puedo salir de cierta circunspección. Y ser narrativamente diplomático es perder el tiempo. 

Capitán Fantástico


Tu ira encaja tan bien en medio de ese bosque. Setas para tu hambre, disciplina de sobrevivencia, cuchillos largos, dormir bajo la lluvia, Glen Gould, una guitarra, un pandero, una copa de vino y la alegría de no obedecer a ningún amo. Te bastan los libros, Hamsun a la luz de una vela, ese diálogo de mentes generosas, la lucidez de los que perciben un sol envejecido, el planeta vistiéndose de ataúd. 
Eres escritor de trinchera. No halagas. No seduces. No ganas. Solo combates, y de paso te burlas mostrando el trasero. Es tu locura y no puedes arrastrar a otros. Estás en lo correcto. Noam Chomsky lo está. A menudo Zizek. Pero estás condenado a perder, porque lo políticamente correcto te descerraja el alma, esa mordaza a favor de los que viven y mueren en su error. No tienes mayores contradicciones, solo respeto por los borregos, compasión por los que no entienden. Te arrodillas para esperarlos.  Y ese respeto y esa compasión y esa espera te cuestan tan caro, porque tu vida también se desvanece. Y en tu religión no hay paraíso, ni justicia, ni redención, solo estas manos, solo este ahora, solo este soplido de fiera atrapada.
Pero iba a escribir sobre Capitán Fantástico. Película reciente protagonizada por Viggo Mortensen. Un tragicómico caramelo de la industria para los antisistemas del mundo. El sueño de Thoreau. Las ideas de Chomsky articulando los días. Una familia viviendo su propia revolución en la selva. Pero con libros, con pequeños autoeducándose, cazando, recolectando, preparando sus cuerpos para el enfrentamiento, para la sobrevivencia en condiciones extremas. Reuniones en torno a una fogata. Diálogo informado, respeto entre pares. Sentido de tribu. Guitarreo en la penumbra. Vitalismo en los huesos. La rebeldía llevada al extremo. Y sus consecuencias. Buenas actuaciones. Fotografía soberbia. Música estremecedora. Antítesis creíbles, inevitables, tal como la opción final. Porque dentro y fuera del sistema estamos carcomidos de soledad.

Imagen: Fotograma de Captain Fantastic.
La película puede verse a través del siguiente link:
http://miradetodo.net/capitan-fantastico-2016-1080p-full-hd/

Arbitrariedades de la memoria


Mi libro Tordos en la niebla se trata de eso. Arbitrariedades de la memoria, destellos de alegrías pasadas, dolores que nunca cicatrizaron, humillaciones cinceladas con hierro caliente, emociones en permanente fuga que solo pueden ser retenidas con un atrapa mariposas de palabras. La memoria es tan chúcara, tan engañosa, tan escurridiza, que debes picanearla continuamente como a un buey adormilado. El peligro es que te transformes en un juez vengativo, en un pintor impresionista, en idealizador de cosas que quizá nunca ocurrieron de la forma que te empeñas en mostrar. No resulta fácil hilvanar recuerdos cuando los personajes siguen viviendo tan cerca, cuando los villanos de mi infancia no reconocieron ninguna culpa o cuando los más entrañables retratados ya han partido hasta el paraíso diseñado por su esperanza.

San Fabián está soleado. Los sauces oscilan entre soplidos de puelches y nortes lluviosos. Los pidenes pasan muy apurados desde el zarzal a la acequia y el yerbatero Cholito sigue vendiendo paramela a los turistas. Es el lento transcurrir del valle de Alico, pasadizo ancestral de contrabandistas, lenguaraces y desafortunados.


Tordos en la niebla (fragmento)

Pasamos días difíciles.  En el campo, la miseria no se nota en tu apariencia sino en la de tus animales. Los perros, gatos, gallinas y cerdos se vuelven lentamente famélicos y tristes. Pero nunca puede ser tanta la  miseria como para que a un visitante no se le pueda ofrecer un refrescante jarrón de harina tostada.
Nuestra casa era una especie de posada gratuita donde llegaban a comer, conversar y pernoctar los clientes montañeses de papá, los vendedores de chivos, los retratadores, los conchenchos, parientes lejanos, pobres y ricos, socios medieros, cochayuyeros, charlatanes, místicos, mendigos, gañanes y vagabundos. Siempre había suficiente comida y un lugar para que cada uno estirara sus cansados huesos. Nunca se distinguió entre uno y otro, ni siquiera alcanzó a ser un tema de preocupación: todos eran iguales y todos merecían el mismo trato amable.

Los caballos de los visitantes eran soltados al potrero y los perros alimentados. A los burros se les descargaban los cochayuyos y sacos de charqui. Los chivos recibían agua limpia y buen pasto. Los comensales se reunían junto a un fogón a conversar y seguir comiendo hasta altas horas de la noche. Como papá no bebía ni fumaba nunca hubo alcohol ni tabaco sino grandes tazones de café, trozos de charqui, tortillas con chicharrones, muchos mates, sartenes con harina tostada encebollada y platones de sopa picante. 

Amexicanados y cumbiancheros / Crónicas de San Fabián


Mi padre siempre recordaba la venida de la famosa cantante de rancheras, Guadalupe del Carmen, allá por los primeros 70. Fue un suceso para el pueblo y se desarrolló en el antiguo salón parroquial que estaba detrás de la actual iglesia y donde hoy solo queda el ascenso carcomido de una vieja escalera de cemento. Su voz y su desplante sobre el escenario le impactaron tanto que cada tarde buscaba en las emisoras radiales la voz de Guadalupe.

Mi memoria alberga multitud de ramadas levantadas en calle El Roble. Tengo recuerdos medianamente nítidos desde el 75. A veces confluían con un circo pobre o con los gitanos que generaban gran desconcierto entre los sanfabianinos. El patriotismo se circunscribía a un septiembre colorido, Quincheros en las radios, vendedores de globos, helados de nieve, volantines en el estadio. Mucha gente en las calles. Frescor en el aire. No pocas veces fueron jornadas lluviosas donde la fiesta continuaba bajo la tempestad, con escasas parejas bailando (antes era mal visto que las mujeres de familia fueran a bailar con los curaos) y campesinos borrachos como cuba mirando atontadamente felices el espectáculo. Para muchos de esos campesinos solitarios era la única diversión en todo el año. Juntaban plata para tomar, para invitar y para apostar en las carreras. Sombrero y traje nuevo el que podía, zapatos lustrados que duraban el minuto porque antes todo era polvo o barro. A un costado de la calle, amarrados a un sólido barón, decenas de caballos sudados y pacientes, flacos y gordos, alazanes y rosillos, apaches y bayos. Monturas viejas, estribos gastados. Eran los encargados de llevarse al dueño curao para su querencia.

Sobre el escenario de la ramada, una orquesta tarrera cuyo cantante repetía en versión cumbiera los éxitos de la temporada. Tuto Canales era artista recurrente. Habitualmente había muchas ramadas y no más de dos contaban con orquesta. El resto se las arreglaba con equipo de música y debía albergar a los curaos más fieles y solitarios, pero jamás al gran público.

En uno de esos 18 lluviosos conocí a Danitza. Una morena que me pasaba en estatura. Nos besamos en calle Purísima, dentro de una garita, antes de volver a bailar en una ramada que se llovía más por dentro que por fuera. Después de esa noche no la volví a ver.

Pasaron los años y las décadas. Yo seguía pendiente de mi pueblo mientras estudiaba y trabajaba en Santiago y luego mientras hice clases de historia en San Antonio o desde mi exilio voluntario en Argentina. Intenté venir en varios 18 de septiembre y 8 de diciembre. La felicidad de regresar a la tierra de infancia tiene mucho de contradictorio. Porque el recuerdo que atesoramos es estático, vinculado a una edad, a un período de nuestra vida y de la historia del pueblo. Pero como todo suele ir cambiando, incluso nosotros mismos, lo que vemos y sentimos siempre tiene un leve tinte de tristeza, de añoranza de algo perdido. Con los años mi San Fabián se volvió más urbano, más aspiracionista, menos amable. La nueva muchachada fue criada en la ley del mínimo esfuerzo y el mucho reclamo, egoísmo a flor de piel, nada de formas, nada de saludar al que se te cruza ni mover un dedo por tu prójimo, muy distinto a como era el generoso sanfabianino antiguo.

Sin embargo, las ramadas seguían manteniendo su estilo. Lo bueno es que cada vez asistía más gente y había menos peleas. Y lamentablemente menos huasos. La desaparición del inquilinaje había cambiado el paisaje. La mayoría empezó a vestir ropa urbana. Jeans, zapatillas y jockey. Las mujeres de todas las edades empezaron a asistir, a mirar, a bailar. Ya nadie podía prejuiciarlas. Incluso algunas bailaban entre ellas o solas, asumiendo orgullosas su autonomía, su derecho a pasarla bien, mientras los curaditos en las esquinas las observaban silenciosamente enamorados.

La cueca se bailaba muy poco. Su popularidad remontó recién a fines de los 90. Quizá porque requería aprendizaje y destreza. Lo usual era la cumbia chilena, una variante más lenta que la colombiana, que no impedía que los viejitos bailaran a gusto, moviéndose con escasa sincronía, bracitos levemente levantados, carita de mucha dignidad, sin hablar siquiera, pero bailando, ejerciendo su derecho al disfrute, y de vez en cuando tomándose una pilsen o una cañita al seco.

Las rancheras se llevaban en la sangre, sobre todo si los tragos ya habían empezado a hacer efecto. Cada uno la bailaba como le salía, abrazados como murciélagos, pisándose los callos, chocándose unos a otros, a veces no faltaba el que se picaba y lanzaba un aletazo para el lado.

Con los años ambos estilos se fueron fusionando dando origen a las cumbias rancheras, que resultaban más festivas y convocaban nuevos públicos.

Hoy suele llenarse la plaza de San Fabián cada vez que toca un grupo de cumbias rancheras. Los artistas se producen más que antes, preparan coreografías, diversifican instrumentos, tienen canciones propias, nombres llamativos y se visten bien. Las ramadas se han dispersado. El Yugo 1 y 2, en calle Andes y junto a la medialuna. También en El Macal. De vez en cuando algún evento en el Viña del Mar o en la antigua discoteca Las Luciérnagas. Paso Ancho tiene su propia historia de diversión, su propia tradición. Y los de bien arriba, los cordilleranos, hacen sus movidas en El Caracol, bien empolvados y olorosos a chivo, que así es la tradición del arriero ancestral.

Poleo mojado

Centenarias tinajas retozando en mi patio.






 El amanecer huele a poleo mojado, a intenso toronjil. El rocío cordillerano tiene la prestancia de una lluvia. Los arbustos se inclinan recargados de gotitas. Los zorzales andan en patota degustando bayitas negras, despertando a los flojonazos del valle. Los perros se desperezan fuera de sus casitas aspirando el epílogo de una niebla en retirada. La imposición solar broncea las tinajas centenarias y los besitos rinden su tributo rosado a la belleza primaveral. La tenca ensaya sobre el manzano para su ópera de las diez.

El aromático poleo mojado por el rocío cordillerano.



Integrados y fraternos

Avanzamos hacia la mezcla, hacia la integración, hacia el enriquecimiento cultural basado en la diversidad. Las tecnologías ayudaron mucho. Pudimos ver el resto del mundo en directo, la opresión de las mafias políticas, el hartazgo de los pueblos oprimidos, cada levantamiento, cada revolución. Nos dimos cuenta que las formas de aprovechamiento son muy similares. Que la política en esencia no es mala, pero que hay grupos que la envenenan para apropiarse de todo, para avasallar al resto, para rodearse de una corte servil, para imponer su locura prejuiciosa, su ignorancia indolente. Y ante ellos solo queda echarlos a patadas. Afortunadamente hoy las clases sociales se están disolviendo en su propia inconsistencia, las teorías racistas esconden la cola como perrerías sorprendidas en falta, los apellidos aristocráticos sirven para apodar a las mulas, los blancos se morenizan y los morenos se aclaran. Los ciudadanos despiertan y las oligarquías se atrincheran, o se intentan mimetizar con chamantos populistas, no sin ensuciar previamente la comida común, no sin guardarse el gran botín. Pero es cosa de tiempo. No es posible volver atrás, no es posible una restauración de las viejas formas. Las puertas de la injusticia pasada ya están cerradas.  

Cuando se muere alguien que nos sueña

"Cuando se muere alguien que nos sueña, se muere una parte de nosotros". Unamuno sabía que no solo se muere físicamente. También existe la muerte sentimental, la lenta muerte de la memoria y la muerte temporal de las begonias tuberosas. 



Imagen: Emil Nolde


Padres e hijos / Padri e figli




Pienso en la vida cotidiana de los Madrazo. Tantos pintores geniales en una sola familia. José, y sus hijos Federico, Pedro y Luis, y luego, años más tarde, un nieto, Mariano. Todos creando fraternalmente al amparo de un mismo apellido, en un mismo hogar, junto al mismo fogón, compartiendo pinceles, acuarelas, hallazgos estéticos y los alientos de un palmoteo orgulloso.

Pienso en Dumas padre y Dumas hijo, ambos escribiendo bajo una vela, bebiendo el mismo vino, creando mano a mano las historias que se harán inmortales.

Tuve un profesor en la universidad, Cristián Guerrero Yoacham. Dictaba la cátedra de Historia de América. En algún momento confluyó con su hijo, de igual nombre y también académico, aunque especialista en Historia de Chile. El hijo había llegado a ser Doctor en Historia antes que el padre. Los veía en el estrado, dos luminarias hablando sobre teorías de la historia, y a ratos, el papá, sin poder aguantarse su orgullo ni su condición de padre, le hablaba a su hijo como a un pequeño travieso sorprendido en falta.

La madre del Ché Guevara era sobreprotectora como la mayoría de las madres. A Ernesto lo veía enfermizo, incapaz de enfrentar los desafíos de la vida. Si hubiese sido por ella lo habría cuidado con esmero todo el tiempo posible. Pero su padre, el padre del Ché, ya veía en él los trazos de la grandeza, podía escarbar en su mirada, adivinar gestos, actitudes, percibir habilidades y el carácter suficiente para imponer su sueño. Los años demostraron que el padre tenía razón.

Veo el caso del Julian Lennon. Claudio Rodríguez escribió sobre eso. Su padre no lo tomó mucho en cuenta, y Julian anduvo a la deriva, mendigando atención, abrazos de amigos de su padre, de desconocidos, porque el gran John no tenía tiempo, y luego vino Yoko, y el círculo se cerró sin Julian.

Thomas y Klaus Mann, padre e hijo, ambos escritores, tuvieron una relación difícil. Klaus no podía deshacerse de la poderosa sombra de su padre, escribía de forma compulsiva, y al padre no le gustaba lo que escribía, no lo valoraba. Klaus sufría ante este desdén paterno. Duró poco. Se mató un día cualquiera, muy temprano. Pasaron aún muchos años antes que se empezara a reparar en sus obras, y muchos más para que los lectores y críticos del mundo entendieran que no era inferior a su padre, sólo distinto.

Tengo dos hijos que son mis soles, mi aliento de vida, la primavera eterna en la mirada. Cuando vivía con ellos soñábamos juntos y nos reíamos muchísimo. Leíamos libros divertidos, y también historias que adelantaban la complejidad de la vida adulta. Llegué a soñar que entre los tres iniciaríamos una larga tradición de intelectuales rebeldes. Yo veía el genio en sus ojos, la viveza de sus miradas, las habilidades a flor de piel. Tenían todo para alcanzar las estrellas más lejanas, y esto seguro de que lo lograrán, a su manera, como universos autónomos.

No provengo de una familia de intelectuales. Junto a mi madre solíamos leer lo que llegaba a nuestras manos. Papeles de envoltorio, revistas viejas. No teníamos libros. Apenas algo de comida y muebles roñosos. En casa de mi abuelastro sí había libros, y en abundancia. El era un policía autodidacta, su ambición de conocimiento provenía de él mismo. Compraba libros compulsivamente, ediciones caras, sin atención a su presupuesto de funcionario público. Y así, mes a mes, y año tras año, fue armando una biblioteca de miles de libros, lo mejor del conocimiento, desde medicina hasta arquitectura, desde literatura hasta astronomía. Gracias a esa biblioteca pude leer con avidez y desorden lo que fui encontrando. También con cierta arrogancia, porque lo que leía adquiría pleno sentido para mí, y lo relacionaba con otras lecturas, con lo que veía a diario, comparaba épocas, personas, concepciones morales. Nadie estaba junto a mí para guiarme, a nadie le importaba, nadie reparaba en que una de las miradas de la familia empezaba a despegar, y aunque seguía en el mismo sitio, ya había traído el resto del universo a nuestro patio. 

Lo demás era sobrevivir, dar y recibir patadas. La vida en comunidad suele encauzarse por un sendero de egoísmo y envidia. Al que es diferente o quiere ser diferente, y sobretodo si viene desde abajo, se le aplasta. Ni siquiera entre cercanos, ni en mi propia parentela. Yo era para ellos el raro, el perdedor, el problemático, el inadaptado, el dolor de cabeza. Los demás estaban en lo correcto, no yo. Y esa percepción dura hasta el día de hoy. Me omiten, hacen como que no me leen, como si yo no existiera, como para bajarme los humos o qué se yo. Mis amigos y lectores, que es la familia que me he encontrado en el camino, y que me ha valorado por mi talento, por mis obras, que ha visto mis huellas, que se ha detenido a escuchar mis palabras, pues ellos siempre han estado en otros lugares, en otros países, en otros continentes.

Recuerdo el día que empecé a escribir en The Huffington Post. No pude evitar sentirme orgulloso, era un medio importantísimo a nivel mundial. Compré una botella de vino para celebrar y quise compartir mi alegría enviando la noticia por email a todos mis familiares. Ni uno solo me respondió. Ni siquiera un saludo. Menos una felicitación. Y siempre fue así. ¿Soy un resentido por eso? Pues claro que lo soy, resentido y rencoroso por ese tema y por miles de otros temas, soy un portaaviones cargado de rencores, pero al menos no los escondo.

De mi padre biológico solo he recibido una carta en 44 años. Nada augura un cambio en el horizonte. Por eso voy solo por el mundo. Sin antes ni después. Sólo quedan estas letras, que son una especie de reloj explosivo con su alarma hace tiempo activada.

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Padri e figli

Penso alla vita quotidiana dei Madrazo. Tanti pittori geniali in una sola famiglia. José, e i suoi figli Federico, Pedro e Luis, e poi, anni dopo, un nipote, Mariano. Tutti creando fraternamente sotto la protezione di uno stesso cognome, nella stessa casa, accanto allo stesso camino, condividendo pennelli, acquerelli, scoperte estetiche e gli incoraggiamenti orgogliosi di battimano.

Penso a Dumas padre e a Dumas figlio, entrambi scrivendo sotto una candela, bevendo lo stesso vino, creando man mano le storie che diventeranno immortali.

Ho avuto un professore all’università, Cristián Guerrero Yoacham. Dettava la cattedra di storia dell’America. A un certo punto confluì con suo figlio, omonimo e anch’egli accademico, anche se specializzato nella storia del Cile. Il figlio era diventato dottore in storia prima del padre. Li vedevo sul palco, due luminari che parlavano di teorie della storia, e in certi momenti, il padre, senza riuscire a trattenere il suo orgoglio né la sua condizione di padre, parlava a suo figlio come a un piccolo monello sorpreso in errore.

La madre di Che Guevara era iperprotettiva come la maggior parte delle madri. A Ernesto lo vedeva cagionevole, incapace di affrontare le sfide della vita. Se fosse dipeso da lei, lo avrebbe curato attenzione tutto il tempo possibile. Ma suo padre, il padre del Che, già vedeva in lui i tratti della grandezza, poteva scavare nel suo sguardo, intravedere gesti, atteggiamenti, percepire abilità e il carattere sufficiente per imporre il suo sogno. Gli anni gli hanno dimostrato che il padre aveva ragione.

Vedo il caso di Giuliano Lennon. Claudio Rodríguez ha scritto su questo. Suo padre non lo prese molto in considerazione, e Giuliano andava alla deriva, mendicando attenzione, abbracci da amici di suo padre, da sconosciuti, perché il gran John non aveva tempo, poi venne Yoko, e il cerchio si chiuse senza Giuliano.

Thomas y Klaus Mann, padre e figlio, entrambi scrittori, ebbero un rapporto difficile. Klaus non poteva liberarsi dalla potente ombra di suo padre, scriveva compulsivamente, e al padre non piaceva ciò che scriveva, non lo apprezzava. Klaus soffriva per questo sdegno paterno. Ebbe breve durata. Si uccise un giorno qualsiasi, molto presto. Trascorsero molti anni prima che si cominciasse a porre riparo alle sue opere, e molti di più perché i suoi lettori e critici del mondo capissero che non era inferiore a suo padre, solo diverso.

Ho due figli che sono i miei soli, il mio respiro di vita, la primavera eterna nello sguardo. Quando vivevo con loro sognavamo insieme e ridevamo moltissimo. Leggevamo libri divertenti, e anche storie che anticipavano la complessità della vita adulta. Ho persino sognato che noi tre avremmo iniziato una lunga tradizione di intellettuali ribelli. Io vedevo il genio nei loro occhi, la vivacità del loro sguardo, le abilità a fior di pelle. Avevano tutto per raggiungere le stelle più lontane, e questo, sicuramente, lo otterranno, al loro modo, come universi autonomi.

Non provengo da una famiglia di intellettuali. Insieme a mia madre eravamo soliti leggere ciò che arrivava nelle nostre mani. Carte da involucro, vecchie riviste. Non avevamo libri. Appena qualcosa da mangiare e mobili fatiscenti. A casa dei miei nonni, sì che c’erano libri, e in abbondanza. Lui era un poliziotto autodidatta, la sua ambizione di conoscenza proveniva da sé stesso. Comprava libri compulsivamente, edizioni rare, senza alcuna attenzione per il suo bilancio di funzionario pubblico. E così, mese dopo mese, e anno dopo anno, diede vita a una biblioteca di migliaia di libri, il meglio del sapere, dalla medicina alla all’architettura, dalla letteratura all’astronomia. Grazie a quella biblioteca ho potuto leggere con avidità e disordine quanto trovavo. Anche con certa arroganza, perché quel che leggevo acquistava senso per me, e lo ricollegavo con altre letture, con ciò che leggevo quotidianamente, confrontavo epoche, persone, concezioni morali. Nessuno era accanto a me per guidarmi; a nessuno interessava, nessuno si accorse che uno degli sguardi della famiglia iniziava a prendere il volo, e sebbene fossi ancora nello stesso posto, avevo già portato il resto dell’universo al nostro giardino.

Il resto era sopravvivere, dare e ricevere calci. La vita in comunità viene solitamente convogliata lungo un sentiero di egoismi e invidia. A colui che è diverso o vuole essere diverso, e soprattutto se viene dal basso, lo si schiaccia. Io ero per loro lo strano, il perdente, il problematico, l’emarginato, il mal di testa. Gli altri erano nel giusto, io no. E quella percezione dura fino ad oggi. Mi ignorano, fingono di non leggermi, come se io non esistessi, come a volermi abbassare la cresta, o non so. I miei amici e lettori, che sono la famiglia che trovato lungo la strada, e che mi ha valorizzato per il mio talento, per le mie opere, che ha visto le mie orme, che si è fermata ad ascoltare le mie parole; ebbene loro sono sempre stati in altri posti, in altri paesi, in altri continenti. 

Ricordo il giorno in cui ho iniziato a scrivere per The Huffington Post. Non ho potuto fare a meno di sentirmi orgoglioso era un media importantissimo a livello mondiale. Comprai una bottiglia di vino per festeggiare, e ho voluto condividere la mia allegria inviando la notizia via mail a tutti i miei parenti. Nemmeno uno rispose. Nemmeno un saluto. Ancor meno i complimenti. Ed è stato sempre così. Sono un risentito per questo? Certo che lo sono, risentito e rancoroso per quella cosa e migliaia di altre cose, sono una portaerei carica di rancori, ma almeno non li nascondo. 

Da mio padre biologico ho ricevuto soltanto una lettera in 44 anni. Nulla prevede un cambiamento nell’orizzonte. Perciò vado da solo per il mondo. Senza un prima né un dopo. Restano solo queste parole, che sono una specie di orologio esplosivo con il suo allarme, attivato ormai da tempo.
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Traducción de Marcela Filippi Plaza. Editora, poeta, traductora y entrañable amiga chileno-italiana a quien agradezco profundamente que repare en mis letras y todo el esmero que ha puesto en cada traducción de mis textos. 

Imagen: Thomas Mann y su familia.

Fila india de codornices

Muy temprano salimos a recorrer el valle. Septiembre es carnaval de árboles florecidos y abejas zumbonas. La resaca dieciochera empieza a desvanecerse y las personas retoman sus labores. Subimos a Maitenal Alto. Camino difícil, gredoso, carcomido por el poderoso invierno. A los costados, chivos contemplativos sobre piedras milenarias, sudorosos motosierristas bajo un sol ardiente, campesinas reparando gallineros ladeados por el último puelche. Circulan aromas de romeros y laureles, de humedad de esteros sombríos. Los mayos se desbalanzan cobijando gordos moscardones. Nos empiezan a acompañar dos perros montañeses. Juguetones, exultantes, atarantados. Uno de ellos resbala hacia un canal pidiendo auxilio. Claudio no lo piensa y salta a rescatarlo. Nos adentramos en una explanada de cerezos en flor, de perales añosos que alimentaron a inquilinos de otro siglo. Abajo, en las principales calles, se divisan pequeños grupos instalando propaganda política. Tomamos fotografías del bosque nativo, de una fila india de codornices y del cráter que encierra la laguna El Valiente. Seguimos avanzando y solo vemos personas mayores trabajando. Preguntamos a más de alguno el por qué. ¿Dónde están los más jóvenes? Durmiendo, dicen unos. Recuperándose de las fiestas, dicen otros. No les gusta el trabajo duro, dicen los últimos.

Recuerdo haber leído artículos extranjeros que hablaban de lo mismo. China, Rusia, Estados Unidos, Nigeria, Honduras. Los jóvenes están en otra. La mayoría prefiere circunscribir su vida a un estricto presente, sin empatizar con el esfuerzo de la generación anterior, sin sumarse, sin proyectarse. Sumidos en un circuito de banalidad, de adustez, de sobreconsumo sin amparo productivo, de feroz individualismo. El celular los teletransporta, los exime de la ritualidad de los días, de la prosecución de las formas, dejando a cambio un mero cuerpo que solo come y duerme. El relevo generacional se ha roto. Los viejos están tristes pues saben mucho más sobre la dureza de la vida, sobre ese largo otoño de seis o siete décadas que nos espera a todos. 
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