Lafourcade


La semana ha traído malas nuevas y granizos. Truenos esporádicos. Carraspeos del altísimo. La nieve despliega su blancura hasta los faldeos del Malalcura. Siguen naciendo borregos en el valle y San Fabián se convierte en gran maternidad de balidos. En agosto debiera expirar el invierno más crudo, pero a estas alturas el clima resulta impredecible. La leña empieza a agotarse, o más bien el dinero para comprarla. Solo queda resistir, hacer flexiones de saltimbamqui ante un escenario vacío, recordar los amores de juventud para que el corazón se calefaccione, o a las amantes con velo archivadas en el secretismo de un caballero. 

A través del chat desnudamos con Claudio Rodríguez nuestra tristeza por la muerte del escritor Enrique Lafourcade. Allá por el 91 cuando nos conocimos en el Pedagógico era tema recurrente de pasillo y tomatera. Lafourcade era el tío abuelo presente como holograma o espíritu en cada conversación de aspirante a escritor. Un pugilista literario a lo Jerry Lewis, que provocaba, se escabullía y daba brincos de payaso. Al menos así lo venía haciendo desde varias décadas atrás sin que contendor alguno lo dejara en la lona. Nosotros éramos (o nos considerábamos) la transición literaria. La perduración y el cambio. La inflexión hacia las letras contaminadas de ruido, furia y belleza. La mezcla explosiva de todo lo precedente con una pizca de algo propio. Y a Lafourcade no podíamos dejarlo atrás, expuesto al polvillo, al desgaste, al silencio. Por eso lo trajimos hasta el presente. En forma de libro, de recuerdo, de conversación de curaos, de medalla de orgullo adosada al pecho. Entonces, por aquellos años, leíamos sus crónicas del domingo en los prados del Pedagógico, ese cóctel de letras entregado a las apuradas, saltarín, digresionista, divagador, que ponía en cada pozo de cocodrilo puentes de poesía, líneas aéreas de ocas, pelambres de buena y mala leche para resistir el hastío, y de paso divertirse, porque de qué otra cosa se podría adornar la futilidad de los días si no es con humor. No faltaron las escapadas hasta San Diego, buscar una esquiva oferta en las librerías de Luis Rivano, o ir hasta la propia librería del Rey Acab para calafatear nuestro escaso currículo con un saludo del maestro, o soñar con adquirir sus libros, porque siempre andábamos tan escasos de chaucha. Y entremedio de tanta batahola, reapareció por esos días la película perdida de Palomita Blanca, nacida de la dupla Lafourcade-Raúl Ruiz, que a esas alturas era un documento histórico, el frescor de la Unidad Popular intacto y sonoro, encapsulado hasta los tiempos de democracia, hasta el tiempo de nosotros, los tunantes del mundo líquido.

Se le extrañará Lafourcade. No creo que seamos demasiado sentimentales, salvo cuando se nos va un peso pesado del gremio, un pariente cercano de las letras. Usaremos sus guantes de boxeo con discreción, cuando la circunstancia lo amerite, priorizando políticuchos farsantes y pelagatos variopintos.




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