Guindo Santo / Crónicas de San Fabián de Alico

Guindo santo, vestido de amarillo, en el borde del estero Bullileo.

Jorge Muzam

Lorena me informó sobre el taller de árboles nativos. Había visto el cartel en la sede comunitaria. Nos pareció pertinente asistir. Lorena siente una irresistible atracción por el mundo natural, por la preservación de las especies que aun no han sido arrasadas, y yo, por mi necesidad de concluir mi libro sobre San Fabián con una contextualización creíble.

Juan Carlos Covarrubias expone y traspasa su
bien argumentado amor por el bosque nativo

Siendo sanfabianino de nacimiento, y habiendo vivido gran parte de mi infancia entre montañas y bosques, no sé identificar la mayoría de los árboles. Tampoco las flores. Es decir, conozco el roble, el boldo, el litre, el avellano, el canelo y el arrayán, pero con el resto de las especies me confundo. La premura por sobrevivir nos hacía andar a las apuradas, invisibilizando las especificidades del bosque.

Llegamos algo atrasados a la primera exposición donde Juan Carlos Covarrubias, ingeniero forestal, exponía su diagnóstico del bosque nativo local. El panorama no era auspicioso, pero el despliegue de entusiasmo y erudición alejaba cualquier opción pesimista. 

Lleuques con avellanas que amablemente
ofreció la tallerista francesa.

Tras un breve descanso para aperarnos de almuerzo nos dirigimos hasta Bullileo por el camino donde se asciende a la Laguna de la Plata. Éramos alrededor de veinte personas. Dos ingenieros forestales chilenos, dos agrónomas francesas, una periodista argentina, una locuaz brasileña, un yerbatero apodado Cholito, tres adultos mayores, no más de ocho estudiantes universitarios de la región y unos pocos sanfabianinos. 

Almorzamos en un campo alfombrado de hojas amarillas. Todos compartieron lo que llevaban. Probé lleuques con avellanas que ofreció una de las francesas y un trozo de pastel salado de la simpática brasileña. 


El ascenso fue provechoso. Los guías sabían muy bien lo que hacían, eran corteses, pacientes, pacíficos. Aprendí sobre especies que nunca había oído pero que estuvieron desde siempre en nuestro territorio. Entre ellos el naranjillo, la huala, la luma del norte y el bello guindo santo. Aprendimos a diferenciar semillas, a reconocer frutos comestibles, a percibir el daño causado por las especies introducidas. Me sentí, y creo que de alguna forma le pasó a la mayoría, como un Alexander Supertramp, un ecologista profundo, desencantado de la banalidad de la civilización, de la depredación capitalista, de la ceguera individualista, convencido de que hay opciones moderadas y radicales para resistir y contraatacar hacia un mundo mejor y necesariamente sustentable, un mundo donde no volvamos a sentir la permanente opresión en el pecho que nos produce el que todas las bellas razones para vivir se pueden acabar en cualquier momento.

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