Plegarias atendidas


El relevo estacional se acelera. El sol se opaca. El aire tiene esencias de membrillo, de toronjil moribundo. Las mañanas están más frías, con bancos de niebla taimándose a baja altura y multitud de pajarracos batallando por las últimas semillas. Las hojas secas se amontonan en las esquinas. A ratos la brisa otoñal las alborota en breves remolinos. Los perros pulgosos gustan de usarlas como crujientes colchones. Se han secado pozos y acequias. Los campos están resecos, los caminos secundarios polvorientos. No ha llovido en cuatro meses. Proseguimos las lecturas nocturnas y agregamos otras. La dispersión es una licencia intelectual. Esta vez divagamos en torno a libros no concluidos. La muerte es una visitante asidua de los creadores. El último magnate de Scott Fitzgerald, El primer hombre de Camus, La hora del diablo de Fernando Pessoa, El buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek, Woyzeck de Georg Büchner, La Galatea de Cervantes, Plegarias atendidas de Truman Capote. Libros que culminan en puntos suspensivos, en breves notas que abren las puertas a la elucubración lectora, a la infinidad de posibilidades que acecharon cada final inexistente. Capote quería emular a Proust, hacer algo tan grandioso desde los convulsionados 60. Como buen lenguaraz se ufanó de estar construyendo una obra monumental. Le adelantaron una fortuna, le concedieron prórrogas. El alcohol y la droga lo hacían balbucear incoherencias, justificar telefónicamente con fragmentos inventados al paso. Parecía asustado, cercado, incapaz de alcanzar el nivel de lo prometido. Finalmente la obra completa nunca apareció, ni siquiera entre sus papeles póstumos. Tan sólo tres capítulos ya adelantados en la revista Esquire...

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