No hay rumores de torcazas alegres

La noche se desplomó como una mantarraya atolondrada. Un silencio triste, de vacas mugiendo detrás de las púas, acompañó la cartelera de los recuerdos, las ucronías sentimentales, el doloroso cadalso cuya condena es no morir nunca.
No bebo alcohol cuando estoy solo, el mate no me deja dormir, el café instantáneo es un asco y hasta el té más caro una mentira industrial. Sólo me queda beber agua, agua cordillerana levemente tratada en las plantas potabilizadoras. A esta hora quisiera bañar una puta y leerle cuentos de Coloane hasta que se quede dormida. Mi habitación es monacal. He prescindido de lo que me ha parecido accesorio. Incluso desmonté todos los cuadros porque me enemisté con ellos. Me ponían neurótico. Sólo dejé a Modigliani en la habitación contigua. Contemplo mi sombra en las paredes desnudas. Las ampolletas led la fantasmalizan, como si existiera menos, como si me fuera convirtiendo en nube o espíritu. La sombra es algo sorda, no responde a mis preguntas, pero sabe demasiado sobre mi, como que mis victorias fueron siempre pírricas, y que a veces ni valió la pena pelearlas. Muchas cosas no sucedieron como pensaba. Los leales se dispersaron como estorninos insensatos. Los que quedaron se encajonan, sueltan las armas, se inutilizan. El pequeño regimiento de esqueletos se adormece como alameda sin luna. La condición humana parece estibada hacia el egoísmo. La desidia es una cómoda banderita blanca. Al final de los tiempos reinarán Bolsonaros y ratas. Abro lecturas al azar para resumir la madrugada: La verdad de las mentiras, Cartas al castor, Mujeres. Vargas Llosa es avezado reflexionador literario. Sartre un marrano meticuloso. Bukowski desternilla con polvos de callejón. De fondo el segundo movimiento de Emperor. Lo siento como un solemne trompeteo a mi descenso a la ultratumba. Soy de lecturas dispersas, de relaciones caóticas, ya no me alcanzó el tiempo para ser erudito. Escribo a salto de mata. Entre pedrada que viene y pedrada que va. Ya no sé cuando narro, cuando escribo poesía, cuando me quejo, cuando puteo. La creación es una ensalada rusa volcada, un plato de tallarines con champiñones resecos. Prosigo desbrujulizado. Los hijos de puta viven en el mundo del cronograma, del sálvese quien pueda, cada uno con su pequeña corte de lameculos, que a veces no son más que gatos callejeros arrimados a lamer sobras nauseabundas. Y ese mundo no es el mío. No nos entendemos. Es decir, les robo su locura pero no los quiero. Ellos tampoco me estiman.
A veces el viento no trae rumores de torcazas alegres, ni briznas de hojas secas rasmillando los vidrios, a veces no trae más que aire apresurado que no acaricia, que no refresca, que golpea como la bofetada de un verdugo demoníaco.

Pintura: Amedeo Modigliani

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