Buscando a Kyra


Danzan los queltehues bajo la fina llovizna de Seurat. Por la carretera pasan raudas camionetas con funcionarios del gobierno, asesores provinciales, lamesuelas municipales. Montoneras de roedores que ni saben dónde están parados. Vuelvo a lo nuestro. Leemos Kyra Kyralina, de Panait Istrati, la única novela que hemos podido conseguir de ese bendito rumano. No sé si leer consecutivamente a los desencantados del comunismo fue intencional o pura casualidad. Hay cosas que simplemente van sucediendo sin que quede tiempo para sopesar las razones intervinientes. Milan Kundera, Alexander Solzhenitsyn, Arthur Koestler, Isaak Bábel, Jorge Edwards, Roberto Ampuero. Los desilusionados del comunismo nos abren su mente, su corazón, su amargura, y a ratos también su cizaña, su retórica revanchista.

La felicidad del hombre no estaba de ese lado ni de este. Los buitres cambiaban tan fácilmente la swástica por la hoz y el martillo, la cruz por la demagogia, o elaboraban graciosos cocteles para impresionar a las masas de incautos, y a las hordas que pululaban en el poder de turno siempre las perseguía un séquito de moscas.

¿Y qué hay de  los desilusionados del capitalismo? Hemos sido tantos, aunque travestidos de formas brumosas, revolucionarios de terciopelo, de alfombra fina. Que no se note que estás tan en contra porque puede dañar un negocio futuro, un contrato jugoso, incluso escamotearnos  las mierdosas  horas de clases que nos faltan para poder comer hasta fin de mes. Crecí en la era milica, el paraíso pinochetista, ese donde nos transformaron en la Norcorea del capitalismo. Éramos aún pequeños, no teníamos medidas comparativas, la televisión mostraba un país bullente, pobladores esforzándose por ganar trofeos de baile, modelos rubias hablando de cosméticos y modas para gente fina. Igual se oían cosas por abajo, sabíamos que mataban gente, que irrumpían en la noche en cualquier casa y se llevaban a las personas hasta un nunca jamás, sabíamos que había delatores con veinte mil ojos, ancianitas nazis con oídos biónicos, psicópatas con bigote negro torturando muchachos idealistas, sabíamos que no se podía confiar en nadie. Pero, y esto es lo verdaderamente paradójico, el país funcionaba, íbamos a clases, recibíamos nuestra leche caliente a las diez de la mañana, las ferias eran baratas y estaban abarrotadas de comestibles, los obreros recibían su salario mínimo por remover piedras o hacer veredas en lugares donde no pasaba nadie, los alcaldes jubilados de la milicia bostezaban su arrogancia en sus sillones de felpa y las estaciones seguían pasando como cronometradas por relojes alemanes.

Tras 17 años de medievalismo moral llegó la democracia, los augurios de una alegría multicolor, el adviento del desarrollo igualitario. Todo sería mejor. Pero a muy poco andar las cosas se destiñeron hacia un gris medio fascistoide. La nueva camada de dirigentes era timorata o lamecula, pero nunca huevona, así que se atrincheró muy bien en los intersticios vacantes de la inmutabilidad neoliberal. Desde allí ganaron mucho dinero, se hicieron directores de empresas, asesores de transnacionales, mamadores ambientalistas de la generosa teta estatal, ministros de múltiples carteras, o parlamentarios inamovibles con salarios cien veces más altos que un obrero. Los buitres no eran buitres, ni hienas, sino ratas, ratitas de terciopelo, ratitas oportunistas que ascendieron hasta una altura intermedia de indolencia fétida, y allí se quedaron, aspirando habanos costosos, comprando acciones del retail, pagando sobornos a los superintendentes, dejando la moralina nacional en manos de los obispos obstetras y empujando el buque mapuche hacia la extrema derecha, hacia el glamoroso molinillo de indigentes y super ricos. Y el país no volvió a funcionar como un reloj alemán, los puentes se empezaron a ensamblar al revés, surgieron los elefantes abandonados, las casas de nylon, los colegios acuáticos, los sobresueldos bajo la manga a los asesores de los asesores, y la democracia se alimentó de coimas, nepotismos, arreglines, milicos ladrones, discriminación de opositores, concesiones truchas y corrupción a gran escala.

Hoy los obreros mascullan la sumatoria de horas mal pagadas, y escupen cada vez que pueden, como queriendo decir “bajo cualquier gobierno tengo que trabajar igual, por tan poco...". Y más allá de esa idea todo es fingimiento, cortesía forzada, hambrear expectativas, y aguantar a cuanto hijo de puta relamido se asome a estas tierras de sudor y largos horarios a pedir votos para luego revolcarse de gusto a costa del fisco.


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