Estoy rodeado de acantilados.
Podría suicidarme en cualquiera de ellos, dejarme caer con los ojos cerrados como
un pájaro al que le han dado un tiro, o lanzar objetos impregnados de
recuerdos para que dejen de torturarme.
Los acantilados rompen la monotonía, albergan la posibilidad de la vida
y la muerte, luces y sombras, ecos de mugidos lejanos, rumores de manantiales, nidos
de aves desconfiadas. Los enamorados que llegan hasta la orilla sueñan más de
la cuenta, ven eventos felices al otro lado del vacío, perpetuidades
desprovistas de rutina, cuentas pagas, ollas limpias, años nuevos con pavos
bien asados, ¿y los suicidas? pues suelen
sentarse, sin hambre y sin frío, a ver la cartelera en retrospectiva, intentando
desmadejar lo indesmanejable, mientras acarician el polvillo de las rocas por
última vez.
Ayer tuve invitados. No sé si
eran reales. Estaba muy bebido. Sé que me desearon buena suerte. Hablamos de óperas
y caballos. Antes de que se marcharan les leí un poema de Robert Frost. Cosas
de abedules y senderos. Prestaron diplomática atención. Aunque no sé si estaban
vivos. Tenían el semblante pálido, no había desesperación en sus miradas. Pueden
haber sido amigos de infancia o de otras borracheras. No puedo recordar si sonreímos.
La luz del sol parpadeaba.
No hay comentarios :
Publicar un comentario