Sobre el arte de sobrevivir

Tarde abochornada con nubes pedantes sin solvencia lluviosa coronando los cerros. Tormentea hacia la frontera con Neuquén, pero aquí la sequedad ya parece la venganza de un dios ensañado. Comparto un vino con campesinos amigos y turistas santiaguinos. Intento ser cortés. Sonrío cuando veo que los demás sonríen ante algo que estiman gracioso. Observo sus facciones, gestos y vestimentas sin que alcancen a sentirse incómodos. A ratos participo con un comentario generalista sobre el tema que están tratando. Levanto la copa del brindis, apruebo las opiniones sobre el clima, los errores del director técnico de Colo Colo, las quejas contra los políticos o los usurpadores locales del agua. No saco conclusiones, no intento hacer resaltar mi presencia, ¿qué podría aportarles a sus vidas? Mi exhaustiva y a ratos patológica disección de los sucesos les traería más problemas que beneficios. Personalmente no me siento cómodo entre ellos. Mi tangente libresca me lleva a territorios complejos donde se camina sobre un suelo gravillado de matices y huevos relativos. Estos campesinos no son muy diferentes a los mujiks, a los pastores aymaras o a los segadores húngaros. Quizá más hipócritas, arrogantes y ladinos. En cada lugar, en cada circunstancia, se establecen esquemas de poder, chismoseos de envidia, superposición de los vivarachos sobre los tímidos, en cada rincón se amasijan los pormenores del momento para extraerles el máximo provecho, y eso está bien, porque usualmente se sobrevive cuesta arriba, con las migajas desechadas o no contempladas por los grandes apropiadores. De esta forma, los campesinos pobres, los pequeños funcionarios, los gañanes sin tierra, las mujeres solas con hijos o los turistas que salen a airearse con lo justo, se ven obligados a engañar, a estafar, a seducir con finas argucias para sacar aunque sea una delgada tajada extra de sus interlocutores.

Fotografía: Antonio Quintana

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