Rey de los muertos

Cierta tarde calurosa decidimos bajar al río por el camino del cementerio. Irnos por allí nos hacía más llevadera la marcha, por cuanto esa ruta está sombreada por álamos blancos. Lorena se detenía cada pocos metros a tomar fotografías. A veces captaba un aguilucho sobre un poste, una bandada de jilgueros o una solitaria nube navegando por el cielo azul. 

Antes de bajar al río nos aventuramos por el cementerio. El silencio sólo era interrumpido por las chicharras de un castaño y ciertos rumores de brisa en lo alto de los cedros. El portón de latón oxidado rechinó al abrirse. Recorrimos las viejas tumbas descubriendo nombres y apellidos raros, lápidas excéntricas, mausoleos pomposos entre los descendientes de anglosajones, judíos, palestinos y vascos, cierta austeridad entre los andaluces y cruces podridas sobre promontorios de tierra como únicas huellas del campesinado pobre. Muchas de ellas habían sido tragadas por la zarzamora y los nombres de sus moradores eran apenas identificables. Todo el clasismo de los vivos reproducido con exactitud entre los difuntos. Para nuestra sorpresa, ningún mapuche había parado la pata por esos lados.

Tras visitar la totalidad del cementerio, decidí anexionarlo a mi imperio, y declaré solemnemente a todos esos muertos como mis súbditos. Lorena estuvo de acuerdo y tomó nota oficial del asunto. 

Fotografía: Bruce Gilden

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