El tono de su voz


No siempre fui un tipo éticamente intachable. Hace unos años salía con Mirtha, bella trigueña de ojos azules y culo de vedette principiante. Nos conocimos en el ambiente bohemio santiaguino, ese donde abundan los vagos alcohólicos con aires de intelectuales, cual de todos más inútil y pedante. Era muy pretendida, recibía flores caras, mensajes suplicantes y tragos gratis, pero algo en mí la atrajo. Quizá fue mi cinismo o mi indiferencia o mi barba pinchuda. Lo cierto es que en pocos días se prendó como una incondicional koala a mi pecho.

Veíamos películas de Woody Allen en el cine arte Normandie (Mirtha amaba a Woody, su pensamiento y su humor eran su modelo de vida), luego nos deslizábamos hasta el paseo Bulnes a beber café arábigo hablando de filosofía y libros de moda, para finalizar haciendo el amor toda la noche en su departamento. Era inexperta aunque deliciosa. Bebía vino blanco y me acechaba como la gatúbela de Michelle Pfeiffer. Me pedía que la desnudara, le besara el ombligo, le succionara con brutalidad sus pechos y le hiciera sexo oral durante horas. Luego, cuando tocaba mi turno, gemía con el tono de Bette Davis, y eso me desconcertaba, pues no entendía cómo una misma mujer puede variar su tono de voz en cada actividad. Es decir, durante al día, en su vida profesional, e incluso en sus happy hours, adoptaba el tono femenino y resuelto de Julianne Moore. Cuando se enfadaba solía lanzar improperios con el tono de Golda Meier, en el preámbulo sexual era Michelle Pfeiffer y en la agonía del orgasmo era Bette Davis, como si Mirtha fuese un remedo femenino del camaleónico Zelig.

Pero no iba a hablar de eso. Lo que quería decir era que esta muchacha parecía admirarme intelectualmente. Mis contradicciones y dudas le parecían verdades cerradas, mis bromas eran el alimento de sus carcajadas y mis críticas no tenían un replicante a mi altura. Al menos todo eso pensaba ella, porque yo era perfectamente consciente de mis niveles de idiotez. Pero la dejaba hacer y pensar, aunque a veces la reprendía por ciertas torpezas deductivas o me solazaba humillando sus rutas académicas, y ella me encontraba toda la razón y me hablaba como una devota que ha caído en desgracia ante su dios, implorando perdón y pidiendo una nueva oportunidad enmendadora.

 Lo que dije al principio es que en ese tiempo mi ética era más frágil que ahora y la dinámica amorosa que manteníamos con Mirtha me resultaba hasta excitante. Así pasaron algo más de dos años, entre polvos, películas y humillaciones intelectuales. La esporadicidad de nuestros encuentros nos terminó desgastando como pareja, ambos tomamos senderos académicos y laborales muy distintos y llegó el momento del último café en el paseo Bulnes en que simplemente no nos reconocimos.

Imagen: Bette Davis

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