La historia como oblicuidad de la emoción

Entre los peligros que acechan a la historia está la hipocresía, consciente o inconsciente, de los historiadores. Difícil es reconocer que la objetividad no es asible, por cuánto pensamos y actuamos en función de legitimar objetivos e ideas. 

Ser un buen funámbulo reflexionador de la historia es un arte que, si lo llegamos a dominar en algún momento, por algunas horas, lo olvidaremos apenas emerja un conflicto que nos toque personalmente. Y entonces volvemos a las patadas, a la guerrilla retórica, al torcimiento intencional del sentido de las palabras para que acoracen nuestra postura.

Sin embargo, y teniendo en cuenta la imposibilidad de la objetividad histórica permanente, hay obras de historiadores que prefiero sobre otras. Entre ellas, las de Marc Ferro, Eric Hobsbawm, Edward Palmer Thompson y Howard Zinn. Este último, menos academicista en la forma, plantea de entrada, y con aparente honestidad, su opción por mantener la mirada desde los que perdieron, desde los despojados, desde las víctimas. No pretende entender la historia desde una perspectiva global, holística (aunque tampoco lo desdeña), sino ajustar cuentas con la memoria. Que las perversiones humanas recobren su deshonroso sitial, que nada se olvide, porque el mal también debe ser recordado, para que las personas entiendan por qué hemos llegado hasta aquí, de qué forma, bajo qué costos, bajo cuánta sangre, atropello y humillación.

Hace unos momentos revisaba imágenes en Youtube sobre las ejecuciones de Ceacescu y su esposa, sobre Gadafi, Mussolini, Saddam Hussein, Anwar el Sadat, el mismo ajusticiado John Kennedy, los bombardeos a Perón y sus leales, los asesinatos masivos contra los partidarios de Salvador Allende, el funeral de Tito, las humillaciones públicas de la revolución cultural maoísta, veía la espectacularidad del período estalinista, la increíble batalla de Stalingrado, quizás la más gigantesca junto con Waterloo. Tanta sangre derramada para nada, porque al final, y más allá de los locos eventuales, de los recalentamientos ideológicos que cobraron tantas millones de vidas, las sociedades siguieron tanto o más injustas que antes.

Es cierto que no todos necesitan la historia para lo mismo. Algunos la usarán para acaparar más poder, para atrincherar su posición política, para conferirse estatus, para denostar enemigos, otros buscarán un sentido a sus vidas, una dosis de identidad a su vacío existencial, unos cuántos recurrirán a ella buscando una novela asombrosa, una historia entretenida para las horas de ocio, con muchos muertos inocentes, con soñadores, exploradores, traidores, conspiradores y sabandijas.

Pero la historia conocida, es decir, la visión o las visiones que se han logrado imponer, y se han convertido en verdad oficial, no tienen más categoría que un discurso político, ideológico, pasajero. Son tangencialidades explicativas amparadas por el poder de turno. La historia es mucho más que eso, mucho más que la contraversión de los que perdieron, más que la versión de los críticos marxistas, más que la simpleza positivista, más que el estudio de las mentalidades o la articulación de las microhistorias. La historia es como un cuadro mundial de Van Gogh que debe volver a pintarse todos los días, debe repensarse, reescribirse, desconfiar de sí misma, sospechar de todos los espejos planos y cóncavos que encuentre a su paso. Porque la historia es en esencia una oblicuidad de la emoción disfrazada de circunspección narrativa.

 Aún así, puede que sirva para algo, quizás para llegar a entendernos en el futuro, con una cuota de buena intención de por medio, aunque sólo pongamos sobre la mesa de negociación  una esferita con islas desiertas y palomas de origami.

1 comentario :

  1. "La historia es como un cuadro mundial
    de Van Gogh que debe volver a pintarse
    todos los días." (!!)

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