Clasista, sordo e inútil


"Para terminar con la sequía y traer la lluvia, las mujeres y las muchachas de la aldea de Bloska, solían ir desnudas por la noche hasta los límites del pueblo y allí arrojaban agua en la tierra". Esto lo narra James Frazer en La rama dorada.


Tuvimos largas temporadas de sequía. Las nubes vagabundas simplemente se declaraban en huelga. Nuestros porotos y mazorcas se iban secando a poco de crecer. Hacíamos lo posible acarreando agua en baldes, pero nuestro esfuerzo era insignificante ante la magnitud del campo. Hasta los espantapájaros parecían aburrirse. Pocos plumíferos llegaban a burlarse a esa tierra baldía.

El jardín de mamá se volvía amarillo. Las plantas que sobrevivían con el rocío matinal, morían de una paliza solar en las tardes. Las gallinas se guarecían bajo los arbustos con sus picos y alas abiertas y no paraban de beber en los pocillos que les repartíamos por los patios.

Veía a papá preocupado. Sorbía su café de trigo en silencio mirando el fogón. Luego, al acostarnos, él volvía a encender un par de velas junto a las tinajas donde guardábamos el trigo y pedía a sus antepasados que intercedieran por la lluvia. En mitad del sembradío hincaba cada año una tosca cruz de palque que supuestamente protegería nuestra escasa riqueza.

A pesar de no llover, nuestras siembras podrían haber rebosado de vigor, pues corrían caudalosos manantiales junto al camino público y en los campos aledaños, pero los dueños de esos manantiales no compartían el agua ni aunque les pagaran.

Por mi parte, miraba el cielo con tanta rabia como impotencia. Sabía ya entonces que no había a quien pedirle nada, que desear un cambio climático no bastaba, que los campesinos ricos eran unos egoístas hijos de puta, y que Dios, de existir, era un cabrón indolente, clasista, sordo e inútil.

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